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 domingo, 02 de septiembre de 2007  
[Lecturas]
Vacilaciones filosóficas

Federico Donner

Filosofía
  • Historia del mundo y salvación, de Karl Löwith. Katz, Buenos AIres, 2007, 286 páginas, $ 51.

    ¿En qué medida puede la moderna Filosofía de la Historia dejar de ser una versión secularizada de la escatología judeocristiana? ¿Es posible pensar una historia universal del mundo sin apelar a una historia de la salvación? A casi sesenta años de su aparición, esta obra de Löwith continúa suscitando la reflexión y el debate en la filosofía política contemporánea. Sus planteos acerca de los presupuestos teológicos de las corrientes modernas que le adjudican a la historia un principio rector, un origen y un fin han abierto recorridos que otros pensadores han transitado y enriquecido.

    La idea moderna de un progreso profano a cargo del hombre era impensable desde la antigua concepción religiosa del eterno retorno de lo mismo. En Herodoto y en Tucídides, la historia consistía en un relato de hechos pasados. Para el pensamiento griego, el orden del kosmos era inmutable mientras que el mundo de la polis era de naturaleza variable y corruptible. La filosofía se ocupaba de lo inmutable y la historia, de la política. Una Filosofía de la Historia, a los ojos de los antiguos, hubiera resultado un contrasentido.

    El proyecto bíblico de la historia invierte el significado temporal del verbo griego historien: el pasado deja de ser mero pasado y se convierte en una preparación para el futuro, en una promesa de salvación. El mundo es creación divina y su historia está subordinada a la historia de la salvación. Löwith insiste en que la historia cristiana no es una historia de este mundo. El fin de la historia cristiana, su éschaton, es independiente de los acontecimientos políticos de las naciones porque se trata de la salvación individual, del pecado y de la redención. La historia del mundo es profana y su sentido sólo puede ser esclarecido por el principio trascendente de la providencia.

    Löwith detecta los conceptos teológicos en las filosofías de la historia modernas (Marx, Hegel, Comte y Voltaire, entre otros). Efectúa, además, una lúcida lectura del Nuevo Testamento, de Orosio, de Agustín, e, incluso, de Bossuet. De este modo, nos introduce en las paradójicas traducciones a la lengua filosófica secular de los conceptos de la teología cristiana y nos enfrenta con el proyecto moderno de una historia universal, formulando una serie de debates de gran vigencia. Ya desde el comienzo, aclara que no se trata de denunciar los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia como lo irracional de ésta para así desacreditarla, sino de profundizar las dificultades que plantea lo que podemos llamar el proceso de secularización del pensamiento occidental. La Filosofía de la Historia, al afirmar una historia del mundo como la realización del hombre de forma progresiva o revolucionaria, es presa de conceptos que cree poder domeñar y que, sin embargo, se le resisten. El hombre moderno ha pretendido reemplazar al fatum de la concepción del eterno retorno de lo mismo y a la providencia divina por la idea de una realización progresiva de sus capacidades en el mundo histórico. La idea de progreso implica que, en vez de Dios, es el hombre quien realiza su propio destino.

    Muy a pesar de los modernos, la idea de progreso carece de sentido sin una historia que suponga un origen absoluto y un fin último. No es posible rechazar alguno de estos términos y seguir manteniendo la coherencia del esquema. Negar el origen implica admitir que el mundo ha existido siempre, a la manera de la cosmología pagana. El progreso, para ser tal, precisa de un punto de partida fundacional y de un punto de llegada definitivo.

    Una Filosofía de la Historia jamás podría ser científica puesto que no puede ser científica la creencia en una realización futura del hombre. Si bien la filosofía puede y debe formularse preguntas que carezcan de respuestas empíricas, debe aceptar que una Filosofía de la Historia está íntimamente vinculada con la temporalidad bíblica. Burckhardt supo bien que una filosofía que rechace la fe en una salvación futura debe, indefectiblemente, renunciar a una Filosofía de la Historia. Y fue justamente esa certeza la que lo hizo desistir de ese proyecto.
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