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domingo,
02 de
septiembre de
2007 |
Interiores: el tacto
Jorge Besso
Dentro del prestigio de que gozan los sentidos, el tacto ocupa un lugar más que especial por su relación con los otros sentidos, y con otros semejantes en las distintas partidas y batallas de la vida. Si la vista, el oído y el olfato operan a distancia, el gusto y el tacto la acortan al punto de resultar decisivos en el momento del encuentro con los demás y en el alcance de los objetos. Curiosamente los contactos no siempre son con tacto, al menos con el suficiente tacto como para no desbordar al otro ya sea en el amor o en el odio.
Cualquiera de los sentidos tiene una función concreta en los caminos de la existencia ya que ellos son los que recorren el sendero más misterioso desde tiempos inmemoriales, y también desde los memoriales: van del cuerpo al alma. Pero también el alma los alcanza con sus vibraciones, o acaso en algunos de sus pliegues inesperados hace que alguien en su desesperación angustiosa no pueda comer o dormir o ninguna de las dos cosas. Es precisamente en el amor cuando los sentidos danzan uno de sus mejores bailes y en ellos el tacto tiene un lugar importante, no siempre destacado suficientemente porque sus colegas sensoriales son generalmente más utilizados y sobre todo más alabados.
Las palabras de amor suelen endulzar los oídos. En cambio el tacto tiene más prestigio en terrenos bastante alejados del amor como pueden ser las cuestiones de la economía o los avatares de la política. Y muy especialmente en el campo de la diplomacia donde los diplomáticos tienen que ser justamente diplomáticos: seres con tacto y diplomados para circular siempre en salones donde no se puede ni siquiera concebir un diplomático sin el tacto suficiente para gestionar en las sombras, o para hablar sin decir nada que es la función y la especialización fundamental de los diplomáticos. Al punto que se puede ser diplomático sin necesariamente tener una embajada o un consulado, o cualquier peldaño de la carrera en la diplomacia, esto es haciendo gala de un buen tacto en las obligaciones o en las distracciones de la vida.
En las vicisitudes del amor la diplomacia no es demasiado necesaria y más bien contraproducente o incompatible con la pasión, ya que con toda probabilidad no se registran casos donde alguien con mucho tacto pida permiso para morder al otro, algo en cierto modo frecuente en los desbordes pasionales donde el tacto se profundiza. Es decir que el amor no anda con demasiado tacto ni en la rutina ni en la excelencia, a pesar de ser el contacto más logrado entre dos en cualquiera de los sexos posibles. De todas maneras los amantes cuando se desvanece el enamoramiento por aquello de que el tiempo así como lo cura todo también lo corrompe, deben recurrir al mejor tacto posible para que la relación sobreviva a la hipnosis del amor, top del enamoramiento. Lo contrario suele ocurrir en las crisis donde los ex amantes, contrariando el célebre proverbio chino que sentencia que toda crisis es una oportunidad para que de ella salga algo mejor, porque los que “odian” aprovechan la remanida oportunidad china para perder todo el tacto y sacar cada uno lo peor de su ser que el amor había ocultado hasta el momento.
La importancia del tacto se ve resaltada por el lugar que le asignan algunas filosofías, en especial aquellos pensamientos filosóficos que ven en los sentidos y consiguientemente en la percepción, la puerta por donde entra la vida. Son todas aquellas filosofías en que los estímulos son los moldeadores del alma y donde el tacto tiene el rol de ser una suerte de intermediario entre lo interior y lo exterior, en definitiva ente uno y los otros. Pero la falta de tacto entre los humanos es tan frecuente que no es posible llevar una estadística al respecto (cualquiera tiene ejemplos a la vista tanto propios como ajenos).
Hace pocos días me encontré con un ocasional vecino de semáforo que con la mayor tranquilidad del mundo aprovechó el tiempo “muerto” de la luz roja para abrir la puerta del acompañante y vaciar la yerba de un voluminoso mate golpeándolo sobre el pavimento. Con el mate vacío, el que llevaba en su mano y el que portaba sobre los hombros, cerró la puerta del auto para desaparecer en la apertura de la luz verde. De esta forma el fastidio que provoca la luz roja, que tiene el tupé de detener la marcha, se ve compensado de un modo práctico para dar salida a un deshecho que hasta ese instante era propio y que con el despropósito pasa a ser público. Sin duda que hay mucha gente más civilizada que el amigo del mate, pero la falta de tacto y el desprecio con lo público de gobernantes y gobernados son más que proverbiales.
En los gobernados que se desinteresan de los gobernantes, y en los gobernantes interesados solamente en sí mismos clásicamente desinteresados en los desechos humanos que deja la política.
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