Año CXXXVII Nº 49582
La Ciudad
Política
Opinión
Economía
La Región
Información Gral
El Mundo
Policiales
Cartas de lectores



suplementos
Ovación
Escenario
Educación
Estilo


suplementos
ediciones anteriores
Turismo 26/08
Economía 26/08
Señales 26/08
Educación 25/08
Mujer 25/08
Estilo 04/08

contacto

servicios
Institucional


 sábado, 01 de septiembre de 2007  
Pisco, la ciudad de la muerte

Por Martín Sativáñez Vivanco (*)ABC (Madrid)
Pisco, ciudad de unos 100 mil habitantes al sur de Lima, ha quedado completamente destruida por un terremoto de ocho grados en la escala de Richter. Una tarde triste, vacía, bastó para desaparecer de la faz de la tierra lo que durante siglos el hombre se afanó en construir. La ciudad ha dejado de existir. Los peruanos, que conocemos de memoria sus encantos -desde las hermosas y blancas playas de Paracas, hasta las islas Ballestas, peñones intrépidos poblados de lobos de mar y tortugas obesas-, no comprendemos, todavía, la dimensión de este apocalipsis.

Para algunos, Pisco es una urbe pujante, un nudo comercial que aglutina gran parte del tráfico mercantil del sur de Lima en una encrucijada de diversas actividades económicas, desde la pesca -practicada por los habitantes de la zona desde hace miles de años- y la agricultura hasta el moderno gasoducto de Camisea, gran proyecto energético suramericano. Para otros, Pisco es el nombre de un licor que nació en su fértil valle, hace siglos, y que es una de las señas de identidad de los peruanos dispersos por los cinco continentes. El pisco sour, la bebida nacional, ha ganado cuanto concurso pueda existir, y con él brindan los que tienen la fortuna de vivir bajo el cielo peruano y los exiliados que rumiamos la nostalgia, al otro lado del océano.

Para mí, sin embargo, Pisco es Abraham Valdelomar. Cuando niño, en esa edad en que la fantasía y la realidad se funden en un instante, las playas de Pisco eran el rincón mágico en el que los personajes del fabulador peruano protagonizaban historias inverosímiles, bellas, perfectas. Para mí, Pisco es el hipocampo de oro, criatura fantástica que le otorga a una dama moribunda la gracia del amor para su hijo nonato. Es el vuelo de los cóndores, zaga entrañable de una niña que desafía los abismos en un circo de convite y volatineros. Y, ¡cómo no!, es el Caballero Carmelo, aquel gallo de sombra alada y triste que muere con honor tras un duelo cruel y medieval.

Hoy, para todos, desgraciadamente, Pisco es sinónimo de destrucción y de desdicha. De desolación y penumbras. De 80.000 damnificados. De más de quinientos muertos, de miles de heridos que se mueren de hambre, sed y desesperación. Pisco es un pueblo fantasma, sin luz, sin agua, sin teléfonos, sin carreteras. Con el 90 por ciento de las casas y edificios arrasados, con los hospitales colapsados y con el hedor de la parca que impera en las calles, la ciudad de Pisco se ha hundido en la miseria. Los hogares e iglesias que durante décadas levantaron codo a codo los pisqueños, desafiando el sol inclemente del sur del Perú, se han transformado en un amasijo de ladrillos, polvo y sangre. Cuerpos abrasados por la canícula del desierto iqueño, niños destrozados por el zarpazo feroz del destino y gentes aturdidas por la magnitud de la hecatombe, se entremezclan en un patíbulo que merece el título de otra historia de Valdelomar: la ciudad de la muerte, la ciudad de los tísicos.

A la destrucción total del pueblo se suma otra calamidad: la inexistencia de recursos suficientes y de medios de comunicación apropiados que detengan la hemorragia provocada por el terremoto. El sistema de defensa civil ha colapsado, la reacción del gobierno central, aunque rápida, ha quedado ralentizada por esa mole enmohecida que es el Estado peruano. Caravanas interminables se atropellan en la Panamericana Sur, la vía que une a Lima con la catástrofe, y ejércitos de desplazados por el cataclismo huyen, como fantasmas, de escombros, saqueos y epidemias.

El terremoto más grande que ha soportado mi país en los últimos cincuenta años es, sin duda, la mayor tragedia de una historia plagada de desastres naturales y yerros humanos. El Perú, esa tierra al pie del orbe, tiene que enfrentarse, otra vez, al diktat perverso de la fatalidad. Pero, gracias a Dios, no estamos solos. Aviones repletos de ayuda, raudos, han partido de los cinco continentes. Ellos nos traen víveres, carpas, linternas, sangre. Vida. La solidaridad global se ha hecho sentir, con fuerza, con decisión. Los pueblos y las iglesias no dejan de apoyarnos.

A la impotencia de no poder alterar el trágico rumbo de los acontecimientos se suma la desesperación de comprender que nunca haremos suficiente, que nada, absolutamente nada, les devolverá la vida a esos quinientos muertos, y que ni el dinero, ni las donaciones, apartarán de la memoria de los pisqueños esos minutos en los que el mundo se les vino abajo. Sin embargo, la solidaridad que experimentan, la generosidad que hoy los cobija y protege, servirá como acicate para algo más importante, más urgente, más limpio: los peruanos no deben olvidar -no lo harán- que hay esperanza, que la vida sigue adelante, que estamos con ellos, aunque sobrevivan lejos, a miles de kilómetros. Los peruanos tienen una esperanza: tarde o temprano, con nuestra ayuda, vencerán el dolor y reconstruirán sus ciudades, sus vidas, porque, al fin y al cabo, ni la tierra, ni los elementos, han logrado doblegarlos.


enviar nota por e-mail
contacto
Búsqueda avanzada Archivo



  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados