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 miércoles, 20 de junio de 2007  
Viajeros del Tiempo ©
Rosario 1905/1910

Por Guillermo Zinni / Fuente: La Capital

El Rosario refractario al automóvil. La nuestra es una ciudad grande, rica y un poco dada a las brillantes manifestaciones del sport. Es un centro en marcha y no nos faltan un buen número de dorados zánganos que forman parte de la vida despreocupada, bulliciosa y elegante. Sin embargo, es notoria la refractación que existe aquí a las expresiones de alegría del verdadero sport social de las tres ramas principales sobre las que giran las diversiones de la aristocracia europea: la caza, el alpinismo y el automovilismo. Descartemos, desde luego, las dos primeras, y también al sport individualista de la gimnasia, y pensemos un poco el papel que desempeña en nuestra ciudad el automóvil. Este descubrimiento tiene la misma edad en todos los continentes y dejó oír su voz ronca tanto en París como en Nueva York, en Atenas, el Cairo o Calcuta. Se lo puede ver en un barrio marroquí, en una avenida de Washington o en una carretera montañosa, y en todas partes triunfó desde el primer momento hasta la locura y el vértigo. Sin embargo, en el Rosario es todavía un elemento extraño, emblema de banalidades efímeras, auxiliar del exhibicionismo por horas, máquina errante del reclamo comercial y odiada por la multitud que no ve en ella más que un enojoso y veloz vehículo del que hay que apartarse con ligereza y no sin protesta. Esta inhospitalidad del Rosario al automóvil es lógica, pues hasta ahora sólo ha sido empleado aquí para incomodidad y alarma de las gentes. Lo que en todas partes es una refinación del progreso, aquí se usa en oficios bajos o se ve como algo ultracivilizado a cuya cumbre nadie osa subir todavía. Esto se agrava con el horror que los poderes públicos tienen por las vías carreteras y por las avenidas de circunvalación. Tampoco la ciudad de Buenos Aires, con su exuberante poderío, ha tenido una verdadera palpitación por el automovilismo.

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