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 martes, 29 de mayo de 2007  
Reflexiones
Solamente sabemos que se mueven

Por Jorge Riestra (*)

Sin ignorar el riesgo que implica la generalización, dadas las desigualdades profundas y cuantitativamente importantes que aquejan a la Argentina de estos tiempos, es viable el aserto de que las ciudades de provincia expresan, en el terreno de la vitalidad, mediante un crecimiento sostenido, diríase respondiendo a la presión ejercida por la historia, puesto el énfasis, con mayor insistencia, en el afán de proyectarse; proyectándose, efectivamente, en muchos casos, extendiendo los radios que penetran en sus áreas de influencia, también ellas, al igual que las urbes, con los nuevos suburbios, si bien menores y residuales, de la pobreza extrema. En este aspecto el país, social y territorialmente tan diverso, es uno solo.

Aquel afán o movimiento es la manera de demostrar _la que está más al alcance de la mano, por otra parte_ que también allí, los reductos del ritmo colonial que para muchos, críticamente, los definía, el cambio como premisa _una mirada a lo lejos, ensoñación o ansia_ o ya en el comienzo de la aceleración del todo, se ha tornado en el principal protagonista de los años que corren y aparentemente de los que vendrán. Las crisis cíclicas _y sísmicas_ solamente han sido frenos temporarios.

Literalmente situadas en una tesitura de vereda opuesta o de piso superior, adherido a la espalda el fardo inocultable de sus interrogantes y sus miedos _ábrase el oído al habla de la gente o pónganse los ojos en sus ademanes nerviosos y en su cansancio vespertino_, las urbes ostentan un desarrollo que lleva en la frente la marca de fábrica de la desmesura. Más, el signo de la suma, habita en sus neuronas y en los latidos de su corazón. Las grandes cantidades dibujan su perfil preferido: así lo quieren, certero y elocuente.

Lo que parecía ser el hijo de la férrea voluntad de crecer, de expandirse y enriquecerse, se reveló como un instinto _ambición y búsqueda, pero también desorientación y fuga_ que había nacido con ellas y con ellas, acollarado, había entrado en el siglo XXI. Dinamo gigantesca, cascarón portentoso, generaba la energía que fascinaba a quienes desde cualquier distancia la contemplaban _leyenda, mito, transfiguración_. Todo lo que podía moverse se movía, todo lo que podía desplazarse se desplazaba, un ir y venir incesantes de gente y de automóviles _no demasiados gritos ni estridencia: un zumbido monocorde y continuo_; asimismo incesantes el flujo de dinero y de éxito, el parpadeo de las luces, la urgencia y la velocidad que se agitaban día y noche como banderas al viento. Esto era así, no era necesario imaginarlo. Disparado el escenario tentacular y enorme hacia los cuatro puntos cardinales, dispersa o arracimada la multitud indiferenciada y presurosa, tantos de sus miembros tantas veces solos y errantes, hojas sueltas, desvalidas, cuyo callado y mordido anhelo era tirarse en la cama a descansar.

Como centros del gran poder, cualesquiera sean los caminos por los cuales se salga a buscarlo, no sólo desempeñan el oficio de pilotos en mares dulces o bravíos: cultivan, además, el espíritu de preeminencia que les viene de antiguo, conducta que en lugar de ser la resultante de un plan de cumplimiento paulatino, impresiona como el fruto de una exudación natural. Es también natural, entonces, que la autosuficiencia sea uno de los componentes más notorios de su carácter, el que a su vez pareciera ser la secuela de un destino _palabra maciza, filosa, peligrosa: úsese con precaución_ o mandato emanado de la historia; orgullo, convicción o soberbia que las libera de toda competencia habida o por haber. Sus derechos son infinitamente mayores que sus deberes. Ni siquiera precisan coaccionar: lo que reciben son contribuciones y no dádivas.

Para nada curiosamente, la noción de país, visto desde más allá de sus fronteras, suele ser difusa o neblinosa, perdida en el espacio y en el tiempo; como si vastas regiones _naturaleza, cultura, vida_ estuvieran detrás de un biombo translúcido y mal iluminado y el primer plano lo ocupara total y exclusivamente su urbe máxima. Los ejemplos salpican el planeta, pero el argentino, uno de los más relevantes, viene dando la vuelta al mundo desde hace mucho.

Bien miradas _¿y cuántas reclama la captación de una gran ciudad, y cuántas, acompañadas por el ahínco, su comprensión?_ las metrópolis viven hacia adentro y hacia afuera, radiante y pululante la oferta de comodidad, complacencia, suntuosidad y arte, no sólo porque es una propuesta acorde con los recursos, costumbres y exigencias del turismo internacional, sino también con los de la nueva clase media encandilada por el consumo ostensible _lujo y exhibición del lujo_. Faz sobre la cual opera el viejo imán, el tradicional, cuyo voltaje no se arredra pese a que las urbes, entre nosotros y fuera de nosotros, sean lo que han llegado a ser, vigor, imponencia, encanto y, entremezclados, innumerables pozos de sombra y de indigencia _habitualidad, vida cotidiana_, a los que ni aun la magia del arte podría transformar en pasables pruebas de justicia distributiva y bienestar general.

(*) Escritor rosarino, premio Nacional de Literatura por su novela "El Opus"


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