|
domingo,
08 de
abril de
2007 |
El juego de la ficción
Lecturas y estrategias de un narrador
la obra de Ricardo Piglia sitúa un episodio central en la literatura argentina. en esta entrevista el escritor habla de su alter ego Emilio Renzi, de sus ritos y la perspectiva que lo distingue como lector
Jorge Carrión / Especial
Nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1940. Escritor, crítico, profesor universitario y quizás ante todo lector, Ricardo Piglia es una presencia central en la escena literaria argentina, a partir de la publicación de su primer libro de cuentos, “La invasión”, en 1967. La colección de narrativa policial Serie Negra, que dirigió en los años 70, fue una de sus primeras intervenciones decisivas en el campo editorial, en una experiencia que luego se prolongó en revistas como Los Libros y Punto de Vista y en otras colecciones y antologìas dedicadas al género, cuyas huellas también se encuentran en “Respiración artificial”, la novela que señaló su consagración definitiva.
La literatura pigliana es un arte de la conversación. En sus libros todo el mundo conversa, sobre todo a propósito de literatura. Afirma el entrevistado que la mejor entrevista está siempre por llegar: esta llega ahora. Tuvo lugar en primavera de 2006, en dos cafés de Barcelona. Prosiguió por e-mail a principios de este año.
—En el artículo “Notas sobre el Facundo” (1980) se preguntaba sobre “el lugar del escritor” y lo diferenciaba del “lugar que el escritor se otorga”. El año pasado pronunció en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona una conferencia que se tituló “El lugar de Saer”. El escritor se otorga un lugar; el crítico lo refrenda o lo niega o lo recoloca. Como crítico, ¿qué lugar ocupan Fogwill, Saer y Aira en la literatura contemporánea argentina?
—Desde luego, cada uno tiene el lugar que se da a sí mismo y, a su vez, otro, imaginario. Saer, cuya obra está cerrada, hecho que nos permite la reflexión, como la que traté de expresar en mi charla, tiene un lugar sólido? En los otros dos casos, las obras están en marcha, y las obras futuras tal vez me permitan interesarme por los libros que han escrito antes y que ahora no llamaron mi atención.
—Esto último lo ha dicho sonriendo. ¿Lo transcribo en cursiva?
—Sin duda ahí existe un problema: ¿cómo leer lo irónico?
—La muerte prematura de Saer está propiciando una valoración crítica, como en el caso de Bolaño, que se antepone a la de otros contemporáneos que siguen vivos?
—Yo evalúo de acuerdo a la siguiente pregunta: ¿de quién espero un libro nuevo? Con Saer me ocurría, porque cada nuevo libro era un acontecimiento. Con muchos otros no me pasa. Pero sí con Vila-Matas, Arturo Carrera, Leonidas Lamborghini, Pacheco... Esa tensión con la obra por venir es muy importante en mi percepción de la obra literaria. Hay un interés que está en la posibilidad de la sorpresa: ¿qué estará escribiendo Juan Goytisolo? En cambio, hay otros muchos autores que uno sabe cómo será lo próximo, que se repiten?
—¿Y autores más jóvenes como Rodrigo Fresán, Gustavo Nielsen y Alan Pauls?
—No conozco a todos, aunque recuerdo muy bien el primer libro de Fresán. Me interesa mucho Alan Pauls, otro escritor cuyas obras espero. Pero son opiniones arbitrarias, porque no conozco exhaustivamente todo lo que se publica en la Argentina. Es como los nombres de las calles, son orientaciones, no se pueden conocer todas las calles de una ciudad. Son preferencias, por tanto, supone lugares que uno no visita.
—Como escritor, ¿en qué lugar se contempla a usted mismo?
—En un bar de Barcelona, conversando con usted. Bromas aparte, un escritor no puede saber eso, no tiene idea de su lugar, aunque puede imaginar dónde coloca a otros.
—Ese movimiento es el que permite que uno mismo se coloque.
—Claro, muchos hacen eso, muchos incluso limpian el lugar, para quedarse ellos solos en el centro. Yo puedo pensar mi lugar como profesor, como editor, pero como escritor mi lugar es muy precario. Cada libro que uno escribe dibuja un espacio, y eso nunca es definitivo frente a lo que se puede escribir en el futuro.
Piglia versus Renzi
—Esa confusión deliberada entre el escritor/narrador y el crítico se evidencia en el hecho de que usted se llame Ricardo Emilio Piglia Renzi: Ricardo Piglia es el escritor y Emilio Renzi es el personaje, pero también el pseudónimo del crítico. ¿Cómo surgió esa dicotomía?
—Renzi está en mi mundo desde mi primer libro de cuentos... Me gusta cómo piensa la literatura, no siempre logro llegar a la capacidad que él tiene para decidir lugares en la literatura. También la crítica supone un lugar de enunciación ficcional. Renzi es un lugar desde el cual yo miro ciertos aspectos de la literatura.
—En una entrevista usted dijo sentirse afín a los proyectos de W. G. Sebald, Claudio Magris, Enrique Vila-Matas y John Berger, que trabajan “en los bordes fluidos”. Sin embargo, son cuatro escritores en que el viaje y la vida son importantísimos. ¿Qué es para usted la vida? ¿No ha habido para usted viajes capaces de cambiar el rumbo de su escritura?
—No tematizo el viaje, pero me he pasado la vida viajando. Podríamos decir que mi propia experiencia es muy nómade, a caballo siempre entre dos ciudades y dos países, con viajes continuos a muchos lugares, he estado en China, por ejemplo; y siempre estoy atento a las transformaciones que los viajes producen. Hay experiencias muy intensas, microscópicas, que tienen que ver con el cambio de espacio del sujeto, que también me interesan: a veces cambiar de barrio en la misma ciudad puede ser más transformador que irse a la Patagonia. Yo siempre digo, irónicamente...
—Habrá que poner toda esta entrevista en cursiva.
—Efectivamente, sería una buena opción. Siempre digo que hay dos grandes estrategias para narrar: la investigación y el viaje.
Historia e historias
—En 1995 usted publicó una antología personal con el título de “Cuentos morales”. Recuerdo la etiqueta “novelas ejemplares”, por su ambigüedad. ¿A qué se debe esa elección?
—En un punto, me parece que la literatura siempre pone en juego cuestiones morales. Lo que decía Hannah Arendt, la literatura da a juzgar. No importa la decisión moral del escritor, sino la que el lector decide. Si alguna unidad podía yo encontrar en esos relatos era ésa: en ellos había cuestiones morales no resueltas. Ese podía ser el hilo conductor.
—¿El concepto “historia” ha sido la obsesión de toda su narrativa? ¿Por qué le parece más interesante que el de “discurso”?
—Por un lado, pienso ahora, me interesa la preexistencia de una historia, que alguien tiene que investigar para poder narrarla. Si uno dice “había una vez”, está por narrar algo que no existe; en cambio, si uno afirma que hay una historia, la dirección es inversa. Además, yo provengo del estudio de la historia y, en ella, el historiador sabe que la historia existe, que hay que llegar a ella.
—¿Es consciente de que sus “tesis sobre el cuento” han servido a la crítica para limitar un género que no tiene por qué admitir límites? ¿Hasta qué punto ha buscado nuevas fórmulas para comprender las poéticas posmodernas del relato?
—En realidad no era ese el sentido: yo no quería agotar las posibilidades de discusión de un género que cuenta con una tradición de reflexión, desde Poe, de los propios narradores, que sigue abierta. Mi intención no era dar una clave, sencillamente surgió de mi lectura de los cuadernos de Chejov, que dio pie a una reflexión de la idea de una historia dentro de una historia como una forma de ser breve. Al tener la historia reservada, secreta, uno tiene más juego narrativo, más espacio para desarrollar lo que quiere contar. Por otro lado, la forma de tesis es un poco irónica. Yo pensé que no era indicado escribir algo sobre el cuento que fuera largo, y la forma de la tesis me brindó ese marco, como apuntes de algo posible.
—Respecto de la forma tesis: ¿fuera de la tradición argentina su modelo de intelectual sería Walter Benjamin?
—Por lo menos es alguien a quien admiro, sobre todo sus tesis sobre el concepto de historia, que son once si no recuerdo mal, como revisión irónica de las de Marx... Por eso utilicé yo también once tesis.
LECTOR/CRÍTICO
—La “forma breve” o el “ensayo literario” son tipologías textuales más o menos borgeanas que usted ha trabajado. ¿Cómo se combinan con el formato universitario del paper?
—Básicamente no escribo papers, aunque los lea y los discuta con mis estudiantes, porque es una tradición interesante, con sus propias formas. Pero estoy más cercano a la tradición que yo llamo “las lecturas de escritor”: diario, entrevistas, prólogos, textos más o menos marginales. Por ejemplo, los ensayos de Brecha, que quedaron inéditos, como anotaciones en un cuaderno. Son textos que generalmente quedan fuera del discurso de la crítica literaria. Habría que pensar en Auden, en Borges o en Valéry teniendo en cuenta las particularidades de ese tipo de escritura, que a menudo tiene un carácter polémico, por su cercanía a la consigna, al manifiesto, al graffiti, por su escritura rápida. También los escritores son pedagogos, voluntarios o paródicos, y usar esas reflexiones, esos mapas para futuros viajeros puede ser muy útil para orientarse.
—¿Podría explicar su concepto de la vanguardia como ideología del escritor? ¿Existe una crítica de vanguardia?
—Lo que me parece más importante es que exista una crítica de vanguardia, tener una crítica dispuesta a encontrar valores en los textos experimentales, que apueste por el riesgo. Esos críticos ayudan al proceso de transformación de la literatura. Hay escritores con tendencia espontánea al realismo; y otros que tienden a opinar que la literatura debe usar el lenguaje de un modo distinto al que existe en la realidad. Algo a valorar es el cruce, experimental y realista, como Joyce, que era fiel al Dublín verdadero al tiempo que hacía explotar el lenguaje.
En el taller
—¿Cómo escribe?
—Tengo una fórmula única, levantarme temprano, no atender el teléfono, y sentarme a trabajar después de tomar el café. Unas cuatro o cinco horas. Ese es mi mecanismo más persistente. Si las cosas van bien, no digo que pueda escribir demasiado, pero ahí sí puedo imaginar que estoy escribiendo.
—¿Y el lugar físico?
—No puedo escribir en cualquier lugar. Sólo el diario, que me acompaña a todas partes, puedo escribirlo en cualquier lugar, incluso cuando estoy de viaje. Ahora escribo en Buenos Aires o en Princeton, en ámbitos conocidos, con el espacio imaginariamente preparado para el trabajo.
—La computadora no está conectada a Internet durante esas horas. ¿No consulta Google?
—No, no, intento desconectarme de los mensajes, de la sucesión incesante de e-mails que nos acompaña ahora.
—De modo que el diccionario sigue siendo para usted un libro.
—Sí, tengo varios, son libros lindísimos, tan incómodos, pero a la vez son como las bibliotecas, siempre se encuentra lo que no se estaba buscando.
—Se ha estudiado su relación con el cine, pero no la que mantiene con Internet. ¿Hasta qué punto alteró su forma de escribir?
—Volvemos a lo de antes: ¿De qué manera la técnica afecta a la literatura? Yo tengo una posición abierta, pero insegura, respecto a esto. No estoy del todo al día, pero trato de estar lo más cerca posible de lo que está sucediendo. Utilizo la red habitualmente, pero al mismo tiempo mi idea es que la literatura no ha cambiado demasiado. En lo esencial la escritura, poner una palabra detrás de otra, sigue siendo igual. Hay novelas de Gibson, o en Argentina de Alejandro López o de Daniel Link, que tematizan esos cambios, pero todavía no ha habido una incorporación que vaya mas allá de los temas.
—“El último lector” tenía como título provisional “Qué es un lector”: ¿a qué se debió el cambio?
—El fin es una idea que intriga siempre a un escritor, no en términos apocalípticos, porque el fin determina el sentido. El título se refiere al que llega tarde. En su primera versión apuntaba hacia un título interrogativo, porque me gustan mucho. Pero yo no pensaba que mi libro fuera una respuesta.
—Usted sostiene que el crítico escribe su diario personal mientras ejerce su profesión. ¿Cómo es su diario?
—Estoy siempre imaginando ese momento. Antes debería hacer algo que siempre estoy postergando: necesitaré seis o siete meses para mecanografiar todos esos cuadernos. Espero poder hacerlo algún día. Una vez esté legible, ya veremos qué ocurre. Todavía no tomé la decisión de irme a un hotel, encerrarme con todos los cuadernos, leerlos, transcribirlos y editarlos.
—¿Por qué no publica más? ¿Tiene miedo a la exposición? ¿O quizá a la equivocación?
—No, porque estoy expuesto desde hace más de cuarenta años. No soy un escritor secreto. Yo me equivoco muchísimo… Y los libros me llevan mucho tiempo.
enviar nota por e-mail
|
|
Fotos
|
|
Definición. "La crítica supone un lugar de enunciación ficcional", dice Piglia a propósito del juego con su personaje Emilio Renzi.
|
|
|