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 domingo, 04 de febrero de 2007  
Crucigramas

Por Jorge Timossi

Me di cuenta de que algo raro sucedía de una manera, digamos, convencional y se me hizo evidente por una cuestión más bien de forma y en un lugar y momento en que yo tendría que haber estado pensando necesariamente en otras cosas. Pero, a partir de ese hallazgo indiscutible, fui profundizando, cuestionando, hurgando, hasta llegar a no poder pronunciar o escribir una sola palabra sin que el problema me trastornara con esa extraña, casi ajena dimensión que puede llegar a generar la lucidez. Porque lo mío se debió a un exceso de lucidez, y no es que yo quiera volver a sobrevalorarme.

Fue en una conferencia internacional, de ésas en las cuales la sucesión de intervenciones y de ideas es tal que no queda más remedio que desconectar, comenzar a hacer dibujitos en el papel estampado con el artístico logotipo del encuentro, imaginar que el delegado vecino es un asesino consumado por vías de su esposa infiel, o distraer las conceptualizaciones focalizando el meneíto de la blonda oficial de sala. Estaba hablando un malayo y las cabinas de traducción se estremecían por los esfuerzos de transposición a las demás lenguas oficiales, incluido el español. Yo estaba prestando oídos a la sonoridad, conjeturándole obvias aproximaciones con el chino, cuando comprendí que el intérprete al español era mucho más breve, consumía menos tiempo, que el delegado en el podio. Larga y pirotécnica parrafada malaya correspondida de inmediato por una escueta , laboriosa y agradecida verbalización hispana. Una y otra vez lo mismo, seguro y puntual, durante más de cuarenta y cinco minutos, que acabaron con un aplauso; y el que más aplaudía era yo, cuando el asiático por fin abandonó los micrófonos. El descubrimiento me puso frenético, aunque, al instante, pensé que el traductor acaso actuó por su cuenta y riesgo e hizo una cruel síntesis de lo dicho por un honorable invitado venido de tan lejos con un discurso que no merecía ese tipo de mutilaciones, lo que después de todo podía ser tomado como una manifestación de prejuicios raciales y menudo lío internacional se iba a armar.

Corrí como un desaforado, subí las escaleras al primer piso donde se encontraban las cabinas y atrapé al hombre que ya se disponía a irse. Me apabulló con sus conocimientos profesionales sobre la estructura de las lenguas orientales, sus diferencias con las del español, las morfologías, los sintagmas, los ideogramas, pero, así y todo, asustado porque lo aferré de las solapas, me tuvo que jurar por todos los dioses de Borneo que él nunca, en su larga vida de intérprete simultáneo, había infringido la ética y acortado la traducción de un discurso. “Es una cuestión de tiempos”, me dijo una vez que lo dejé recuperar su aliento y su autosuficiencia. Y aquella frase, que para mí corroboraba lo que llegué a intuir en la sala, me sacó de quicio y me produjo lo que reconocí como un escalofrío de dicha. Todo estaba claro, diáfano. Y a la vez, lo sentí como la más sombría de las amenazas: había una relación , todavía no sabía bien de qué grado y naturaleza, entre las palabras y su noción temporal, entre ese símbolo que hemos dado en llamar palabra y el escurridizo concepto que denominamos tiempo. Siempre he recordado que hasta hice mi primera prueba en la puerta de la sede de la conferencia, cuando ya la tarde estaba más vencida que yo. Dije en voz alta: “Puta”. Y sabía que no iba a pasar nada, y en efecto no pasó. Y luego dije, en el mismo tono, lo que me valió algunas miradas oblicuas de transeúntes poco científicos: “Necesito tomar un taxi”. En mi reloj transcurrieron exactamente siete minutos entre pronunciar mi deseo y poder subirme a un auto, tirarme como un borracho en el asiento trasero y casi rogarle al chofer que por su madre me llevara rápido al hotel. Me preguntó qué me pasaba y le respondí, por lo que no volvió a hablarme en todo el trayecto, que había constatado una diferencia nada menos que de siete minutos entre una frase que yo podía decir o pensar y la correlativa realidad que podía vivir o percibir.

El paso siguiente fue absolutamente lógico y se me impuso casi como si no hubiera otra opción: comencé a medir ciertas palabras, algunas frases —por supuesto por escrito—, y así pude corroborar lo que Abelardo Castillo dijo en uno de sus cuentos: “Escritas, las cosas siempre parecen más cortas o más largas”. Sí, son los desfases del lenguaje con el tiempo, porque la palabra puede llegar a representar un espacio dado, en todo caso describirlo, lo que es prácticamente imposible con el tiempo, que siempre resultará más corto o más largo; he ahí el drama, el quiebre de la realidad. Claro que hay palabras y palabras, frases y parrafadas, cuentos e historias, que no siempre tienen que comportarse de igual manera con respecto a nuestro tiempo existencial, y para probarlo fui de lo siempre a lo complejo, como dicen que hay que hacer, aunque la viceversa arroje los mismos resultados. Primero escribí palabras llanas, sustantivos más bien estúpidos, y los medí con una regla milimetrada. De tal manera que la palabra “copa”, absolutamente anodina, puede llegar a tener más o menos medio centímetro, y no pasa nada, no hay contradicción, digamos, temporal. Pero con otro tipo de palabritas, sí la hay desde el vamos. Probé con “transición” y me dio un vahído como el que casi le cuesta la vida a Pascual cuando se tiró una noche en el césped y contempló de pronto las estrellas. Me fue mucho peor con “según pasan los años” y eso que, en principio, no me estaba refiriendo a la canción: algo así como nueve centímetros de palabras, pero que pueden llegar a abarcar toda una vida, lo que me sumió en una terrible depresión durante una semana. Se quedó corta, muy corta la fracesita, para tanto nostalgioso tiempo. Salí del hoyo con una buena dosis de Stelapar (después de todo dicen que tengo excelente carácter cuando no sobrevaloro mi lucidez) y forzándome a escribir “alegría” cien veces seguidas en un cuaderno escolar. El escaso centímetro que abarca, me reconforté, coincide con su elusiva duración.

Confieso que estuve años así, haciendo lo que llegué a bautizar como “crucigramas temporales”, ejercicios mucho más complejos y conflictivos que los espaciales, sólo aptos para revistas de medio pelo, de aerolíneas fracasadas y de lectores que ya no saben qué hacer de su soledad, palabra que, de paso, mídala usted, todavía lector de estas líneas, si es capaz y si tiene con qué, aunque no me refiero precisamente a un centímetro. En otro estadio de mis investigaciones —cuando ya era público y notorio que yo no podía enunciar “puerta” y dejar de abrir inmediatamente una, o cuando comenzaron mis convulsiones en una discusión en la que , por ingenuidad, lo reconozco ahora, se me ocurrió decir “fin de siglo”— me dediqué a estudiar los caminos que abrió, para estos fines, el nouveau roman francés, con sus lentas, demoradas descripciones de una situación, los detalles de su decorado. Y creí entrever que sus autores intentaron resolver la tragedia de acercar, de pegar, las palabras al tiempo. También puse en práctica su teoría mediante una historia consabida: escribí en un cuaderno, al mismo tiempo que ejecutaba la acción, sorteando todas las dificultades motoras que ello entraña, que “un hombre se levanta de su silla, camina hasta el baño, se apoya en el lavamanos de cerámica decorado con pájaros azules y se mira en el espejo”. Agregué “largamente”, pero vi que no convenía. Comprobé así, instantes más, instantes menos, que el tiempo de la escritura, incluso su medida física, llegaba a corresponder con el tiempo de la acción. Sentí que Aristóteles se removía satisfecho en su tumba y durante otro buen par de años me dediqué a descuartizar, pegar en cartulina y medir frases que aplicaban a esta experiencia de todos los libros que pude conseguir de Michel Butor. Pero el destino, otra palabreja inmedible, quiso que yo recordara que en mis luminosos hallazgos flotaban también oscuras amenazas, algo así como la palabra y su sombra, como dijo Alejo Carpentier.

Cuando más contento estaba por los progresos evidentes que hacía con el escritor francés, me llegó una información, de fuente muy fidedigna, que arrojó por tierra todas mis esperanzas, todos mis cuadernos, y me provocó, según me dijeron después, un ataque de ira que sólo pudo ser reducido con el auxilio de dos enfermeros que tuvieron que llamar de urgencia los vecinos. Me vinieron a contar que Butor había llegado con gran pompa y platillos a dar conferencias a Buenos Aires y que David Viñas y otros escritores lo invitaron a casa de César Fernández Moreno, le pusieron delante de su nariz una grabadora y le pidieron que explicara la filosofía de sus novelas y del nouveau roman en general. Al susodicho parece que no se le ocurrió nada mejor que aclarar que “como ustedes saben, la palabra filosofía viene del latín philos, que quiere decir...”, y allí hubo que agarrar a David por los brazos y bigotes, porque se quería comer al tipo que tuvo que irse con dignidad de maestro de escuela primaria, a los gritos de “No, viejito, no, ¿vos que te pensás que estás hablando con indios?”.

Para mí fue concluyente. Ya no pude creer en nada ni en nadie, y menos todavía en las palabras, ni que hablar de las sombras. Y entonces me trajeron acá, donde estoy desde hace no sé cuánto tiempo, a esta clínica, en la que alternaron laborterapia —y ya soy todo un experto en cualquier variedad de cestas de mimbre— con jugosas píldoras de Cloropromacina y Aloperidol, manteniéndome alejado de libros, centímetros, reglas y relojes, y cumpliendo una rigurosa dieta de silencio, al punto que los médicos y el personal especializado se comunicaban conmigo mediante el puro lenguaje de las señas que, tengo que decirlo aunque me castiguen, también tiene sus cosas. Sin embargo, en estos últimos días me permitieron volver a hablar y escribir, y me propusieron que contara mi propio drama, acaso como fórmula de exorcizarlo, en esta revistita mensual que editamos un grupo de pacientes afines —hay que ver a cuántos nos ha llegado a afectar la relación entre las palabras y el tiempo— en la que, además, me ocupo de crear, sin más prejuicios y para la página final, los crucigramas de mero entretenimiento.


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