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 sábado, 11 de noviembre de 2006  
Actores y lógicas que trazaron la cuestionada reforma de los 90
“Parte del fracaso educativo es por la brecha entre académicos y la escuela”
El investigador de Flacso Claudio Suasnábar analiza el rol de los intelectuales en la gestión educativa

Matías Loja / La Capital

En tiempos de revisión del proceso que gestó la reforma de la enseñanza argentina que dio origen a la ley federal de educación, cabe detenerse también, además de los errores y fracasos de esta transformación, a preguntarse acerca del papel que jugaron, y aún juegan, destacados intelectuales del campo educativo, ya sea desde funciones de asesoría hasta el diseño de políticas públicas educativas.

Actores que, al amparo de las recomendaciones del Banco Mundial, diseñaron un nuevo formato del sistema educativo nacional, desde la toma de decisiones del Ministerio de Educación, hasta la dinámica propia de las escuelas. Esquema que según el investigador Claudio Suasnábar, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), generó una “racionalidad tecnoburocrática” gracias a la pérdida de centralidad del Estado como articulador de las relaciones sociales.

Secretario académico de la maestría en ciencias sociales con orientación en educación de Flacso Buenos Aires, Suasnábar cree que esa dinámica aún persiste, ya que considera que es una lógica “que pareciera ser que vino para quedarse”.

—La presencia de especialistas de la talla de Daniel Filmus y Juan Carlos de Tedesco (Nación), y de Adriana Puiggrós (Buenos Aires) ¿marca un nuevo escenario en la presencia de lo educativo en la agenda política, o es parte de un proceso anterior?

—La pregunta merece dos reflexiones. Por un lado, la presencia de la cuestión educativa en la agenda política, y por otro, la presencia de los especialistas en puestos de gestión. Respecto de la primera, creo que la cuestión de la educación en la agenda no es nueva ya que se instaló desde los primeros años de la transición democrática en nuestro país con la convocatoria al Congreso Pedagógico Nacional. Así, uno de los rasgos del gobierno de Alfonsín fue su debilidad para construir una orientación de las políticas educativas que fuera más allá de la apertura del debate, hecho que en la práctica terminó reeditando casi en los mismo términos viejas disputas entre educación laica y educación religiosa desplazando del centro del debate las profundas transformaciones operadas en el sistema educativo desde los años sesenta. Lejos de la interpelación al ciudadano a participar en la definición de la educación, el congreso mostró la presencia organizada de los sectores ligados a la Iglesia y la debilidad de los sectores progresistas para articular una propuesta modernizadora para el sistema educativo.

—¿Cuál fue esa agenda en la década pasada?

—Las reformas estructurales de los ´90, que llegarían con el gobierno de Menem, pondrían nuevamente a la educación en la agenda pública pero ahora en sintonía con las políticas neoliberales. Así, la reforma educativa buscó reestructurar el sistema educativo desde los ejes de la eficiencia y la competitividad, valores que orientaron todas las políticas públicas, a las cuales se sumaron las políticas compensatorias o focalizadas como dispositivo de contención social en una sociedad cada vez más desigual y fragmentada. Mirado a la distancia, no es nueva la reapertura del debate educativo que propone el gobierno de Kirchner y la gestión del ministro Filmus. Pese al cambio en la retórica que reafirma la presencia del Estado que trasuntan propuestas de esta gestión, parecería que las políticas de este gobierno son más correctivas del modelo anterior que la emergencia de cambio de orientación.

—¿Y con respecto al rol de los intelectuales en la gestión educativa?

—En cuanto a la presencia de los especialistas en educación hay que decir que tampoco es nueva, no sólo en la historia reciente, sino que es factible rastrear desde las primeras décadas del siglo XX, como el caso de Víctor Mercante, quien sería el mentor de la reforma Saavedra Lamas, o de los intelectuales católicos como (Alfredo) Van Gelderen, (Emilio) Mignone y otros en la reforma Astigueta (por José Mariano Astigueta), durante el gobierno de Onganía en los '60. Creo que lo nuevo no es tanto la presencia del especialista, sino su rol en la construcción de la política. La pérdida de centralidad del Estado como articulador de las relaciones sociales a favor del mercado que se operó en los '90 vació de contenido a la política, volviéndola una cuestión técnica o de expertos. Esta racionalidad tecnoburocrática es la que está en la base del cambio en el rol de los expertos y es lo que se observa en la presencia en puestos claves de decisión de intelectuales como Filmus y Tedesco, pero también con Cecilia Braslavsky y Susana Decibe en la década de los '90. La idea básica es que en la medida que el Estado se corre y el mercado regula, la política pierde sentido, entonces se naturalizan las decisiones que son políticas por una cuestión técnica. Pero creo que hay una continuidad de ese esquema del pasado reciente en el presente, porque mi impresión es que esa lógica vino para quedarse.

—El papel de estos especialistas en “el Ministerio de la Reforma” provocó en muchos docentes un rechazo hacia estos académicos que hicieron la transformación educativa ¿Qué evaluación hace de ese proceso?

—La pregunta me permite reflexionar más profundamente sobre la suerte corrida no solo por la reforma educativa en la Argentina sino por los distintos procesos que se vienen desarrollando a nivel mundial. En este sentido, la investigación educativa reciente revela el fracaso rotundo de todas las reformas que intentan modificar la cultura escolar, esto es, las formas y modalidades de los procesos educativos de maestros y alumnos. Una de las razones de este fracaso es precisamente la brecha y el choque existente entre las lógicas de los académicos (los investigadores en educación), la lógica de los reformadores (los gestores de las políticas) y la de los docentes y alumnos (la escuela). Cada uno de estos actores desarrollan prácticas, tienen intereses y tiempos diferentes que marcan y condicionan sus acciones, los cuales generan mecanismos y modalidades de resistencia mucho más complejos y persistentes. Por ello, creo que es necesario repensar las formas de hacer política educativa que rompa con la ingenuidad de que la investigación educativa genera diagnósticos e indica problemas, los gestores diseñan las políticas que atienden a esos problemas y los maestros aplican esas nuevas orientaciones. Esto nunca funcionó así y es bueno tomar nota de esto para no repetir errores pasados.

—¿Existe un debate en el seno del sector académico sobre este fenómeno?

—La cuestión sobre el lugar de los intelectuales académicos y la política sigue siendo un tema de debate, no solo en el campo educativo sino en el conjunto de la intelectualidad. Desde mi punto de vista, soy de los que cree que los intelectuales tenemos una responsabilidad social que supone un compromiso político con independencia de si ese rol se realiza en la cátedra universitaria, en un laboratorio de investigación o en una oficina ministerial. Todos lugares que están atravesados por contradicciones constitutivas de la función intelectual que hace tiempo señalaran Max Weber, Antonio Gramsci y Pierre Bourdieu. Nada es puro, ni ninguna acción deja de tener consecuencias pero es en esa autoafirmación de esa función que los intelectuales pueden realizar su aporte, pequeño seguramente, pero necesario a la discusión pública de los problemas sociales.


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