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 miércoles, 08 de noviembre de 2006  
Editorial
Perros peligrosos y sentido común

El debate centrado en torno de la tenencia en la ciudad de ejemplares de razas genéticamente modificadas merece cerrarse con una conclusión que haga eje en la seguridad de la gente. La repetición de ataques por parte de ciertas razas constituye una nítida señal de alerta que no puede ser desoída sin correr graves riesgos.

No pueden caber dudas, ciertamente, de que los rosarinos aman a los perros. Prueba de ello es la numerosa presencia de canes paseando con sus dueños por las calles, plazas y parques de la ciudad, y la proliferación de negocios vinculados con su mantenimiento, esparcimiento y cuidado. Pero al rol crucial que desempeña como mascota el animal a quien adecuadamente se ha descripto como mejor amigo del hombre debería agregársele una función cuya importancia se ha visto incrementada de manera paralela al auge de la inseguridad en las grandes ciudades argentinas: la de proteger bienes y personas. La consecuencia inevitable de tal situación incluye rasgos indeseables: el número cada vez mayor en la urbe de ejemplares de razas cuya peligrosidad ha quedado expuesta a partir de la creciente cantidad de ataques perpetrados contra seres humanos.

   La crónica periodística y esta misma columna han dado oportuna cuenta de tales hechos, que en casos puntuales han tenido saldo fatal, no sólo en Rosario sino en toda la geografía argentina. De allí que se vislumbre como oportuna la evaluación de una norma restrictiva para la posesión de aquellos perros que por su tipología racial y características físicas pueden provocar graves daños y hasta la muerte de una persona. En tal sentido, el edil Carlos Comi presentó en el Concejo Municipal una iniciativa que proponía un método de control que hacía hincapié en la responsabilidad de los propietarios. Se sugería establecer un registro de este tipo de perros, cuyos dueños iban a estar obligados a contratar un seguro de responsabilidad civil con el objetivo de cubrir eventuales ataques.

   La sugerencia del concejal, sin embargo, fue rechazada con base en el argumento esgrimido por algunos proteccionistas, quienes —convocados especialmente para opinar sobre el asunto— afirmaron que “ni la raza ni las características físicas son relevantes en la configuración del comportamiento de los perros”. De todas maneras, y pese a las saludables intenciones de que hace gala esta línea de pensamiento, difícilmente se esté ante el mismo riesgo en presencia de un fox terrier o un cocker spaniel que frente a un dogo argentino, un pit bull o un rottweiler, por mejor criados o entrenados que estos últimos se encuentren. Y es que se trata de razas creadas con determinados propósitos, vinculados por lo general con actividades donde el carácter agresivo puede ser visto como una virtud: la caza, por ejemplo. Y más allá de que se aplique toda la responsabilidad posible en su crianza y entrenamiento —cuestión por otra parte muy difícil de controlar, pese a la mejor voluntad y mayor aptitud que en esta tarea ponga el Estado—, nunca podría darse una garantía absoluta de que no constituyen un potencial peligro.

   No es intención de esta columna entablar polémicas ni adoptar posturas consideradas “perrofóbicas”: sólo se aspira a que la gente sea protegida del modo que corresponde. De allí que merezca seria consideración la propuesta de prohibir en la ciudad la tenencia de perros de razas modificadas genéticamente, clausurando además los criaderos, impidiendo que se los adiestre y esterilizando a los ejemplares que haya en Rosario. Porque por más simpatía que se sienta hacia estos canes, debería predominar el sentido común.


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