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domingo,
17 de
septiembre de
2006 |
[Lecturas]
Esa melancolía tan sutil
Novela. "Al fin", de Sergio Delgado. Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2006, 191 páginas
Matías Píccolo
Novela. Al fin, de Sergio Delgado. Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2006, 191 páginas.
Se pueden buscar cosas como estas: que, por ejemplo, no hay novela sin amor y tampoco amor habrá sin beso. Pero el amor, quién lo sabe, no se da en un sentimiento eterno, revolucionario y conmovedor. Por allí, ni claro ni tan difuso, chispea en el amanecer de una playa final y se desmorona en el tiempo aterido al recuerdo de las ruinas. Entonces , el beso no necesita ser profundo para durar, puede grabar su intensidad inesperada en la región fugaz de la boca al despertar.
El juego de "Al fin", esta novela de Sergio Delgado, está montado sobre aquella travesura del narrador solitario: fabricar, remontando con morosidad del recuerdo, el relato de un suceso, y aquí está la gema, trivial y esencial a la vez. Una llamada telefónica; una promesa; dos encuentros mínimos que tal vez después de todo resulten fallidos.
El nudo de la seducción y el beso en clave alucinada, funciona finalmente de carril para que la carga de la historia se eche a andar. La llamada telefónica con la que el narrador decide abrir su historia es el suceso, para quien lee, que fogonea la intriga, pero reposadamente mientras crece en el trance del relato una geografía: Paraná, Santa Fe, Córdoba; un ambiente: las amistades universitarias; y una generación: "Aquellos que dicen que el mal que nos hicieron dictadores y asesinos tardará décadas en repararse, están diciendo que será reparado a medida que nosotros, la carne del cañón de esta posguerra, vayamos desapareciendo".
La situación que desencadena el motivo de la novela -alguien llama y dice algo que perturba o moviliza- no pretende trascender más que al plano inmediato de preguntarse quién cuenta, a quién se alude del otro lado de la línea y quién convoca. Horacio, personaje y narrador, glosa para unos lectores lo que pasó una noche de hace diez años, donde se celebraba un cumpleaños y un velorio: León lo llama para invitarlo a esta fiesta en la que le promete estará Fiela, poetisa cordobesa, que además es modelo, o una modelo que además es poetisa. En ella se depositan el deseo, la inquietud y la turbación de Horacio.
¿Por qué traer del recuerdo para novelar, se preguntará el lector, un suceso trivial como tantos otros que pueblan los días? Pues porque quizá no tenga nada de ligero y haya que esperar algo. Con sutileza Horacio anda en espiral sobre esta movida, insinuando, en el tono general de lo contado, algún efecto particular, que no tiene por qué ser un suceso, una peripecia, sino una paulatina melancolía que maneja el clima de lectura y que se instala gobernando la impresión final.
Y entonces se está allí, sin saber muy bien hacia dónde se tirará la historia, si lo que se va a notar es algo espeluznante o triste, o indiferente. Los lectores avezados sospecharán que la cosa corre hacia un desvanecimiento convencional de la escritura, sin corolario ni explicaciones. Pero perdurará, como sabor literario, el lánguido escozor de la pérdida y la añoranza; el laconismo de unos versos, intercalados entre los párrafos de la historia, atisbarán formalmente este sitio dejando entrar el espectro de una sensación de la poesía de Juan L. Ortiz.
El Lugar
La novela compuesta por Sergio Delgado se inscribe, y habría ya que definirlo así, en una tonalidad melancólica -Julio Premat en su libro "La dicha de Saturno" (2002) rastreó esto en Juan José Saer- que domina cierta literatura mesopotámica y mediterránea. No es que Delgado se acople a una "forma" o "modo" saeriano en la sintaxis o en la problemática literaria, sino que la fauna y el ambiente remiten, en ambos, al mismo lugar social y sentimental; incluso, ¿por qué no pensar que León es un joven Tomatis?
El recorrido regional literario traza una línea que se desentiende para su ficción (y forcemos a interpretar el hecho como una decisiva característica de esta literatura) de los centros notorios del bullicio cultural y geopolítico: el mundo de la novela, de Horacio y sus amistades, viaja entre los paralelos 31 y 32, donde se juntan Córdoba, Santa Fe y Paraná, y desde allí otra perspectiva, otro uso del mundo. Tal surco novelístico tiende a la autobiografía, a lo cercano, si se toma en cuenta el dato que dice que Sergio Delgado es un escritor santafesino que desde Francia puebla su literatura con el recuerdo de aquel ambiente que cultivó y nutrió su particular sensibilidad.
Esa sensibilidad es la que distingue a esta escueta y fina novela, enlazándola con un conjunto de ficciones vecinas que, a pesar de la tiranía globalizadora, gozan de una pastura estética propia. Y hasta quizá en la partida internacional se diga que ese placer hermenéutico, intelectual y territorial, es ajustadamente de nuestro monopolio.
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Fotos
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Roces. Un aire saeriano sopla en "Al fin".
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