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sábado,
13 de
mayo de
2006 |
Reflexiones
Jugando en las veredas del lujo
Jorge Riestra
La obra, en sí misma un impredecible espacio de libertad, le quita al escritor la libertad de movimiento. Es tajante, imperativa: lo quiere en la silla, junto al escritorio, frente a la ventana que da a la ciudad, a sus perfiles y sus frentes, a sus rumores y estridencias. Le reclama que la ahonde. La similitud nace sin fórceps: se comporta como las raíces que lo unen a las calles.
También las raíces, cosecha de una vida, lo quieren en ciertas veredas, en ciertos sitios, en ciertos ambientes. Allí están la realidad que lo motiva y los sueños y los mitos que si el ahínco lo acompaña, habrán de convertir el párrafo en página, la página en capítulo, el capítulo en libro.
Cuando la obra llegue a puerto, recuperará la disponibilidad de sus miembros y de su andar; de la vastedad de lo escrito se desplazará a la vastedad del mundo. Otros lugares, incluso otras ciudades, lo llamarán. Y si responde al llamado de la sangre, será en los pasos donde primero sentirá la libertad complementaria. Las piernas lo guiarán, irá adonde ellas dispongan y aparentemente distraído devendrá en descubrimiento, en sorpresa, en asombro. No excavará, tarea de minero, pico y pala; ni escarbará, fruto aguachento. Le alcanzará con absorber contornos, la sucesión de cercanías y lejanías que el capricho y el azar pondrán en el camino de su marcha.
Lejos de la muchedumbre, pues ésta sofoca y aprisiona, vivirá la plenitud en veredas cuyo carácter indudable y fuerte provendrá de las viviendas que desde el catastro fundador, envueltas en el perfume de lo antiguo, eligieron la contigüidad para atravesar el siglo; así como de los árboles -plátanos y paraísos, imponentes trenes detenidos- que la ciudad plantó, tal vez presintiendo el cielo hosco del esmog, para impedir la abolición de los verdes y los ocres de la naturaleza.
Vivencias que paradójicamente le enseñarán lo ya visto y oído, lo experimentado y pensado, pero que no por ello se revestirá de la corteza agrietada y grisácea de lo rutinario: cuánto había cambiado la ciudad y cuánto, del ayer, permanecía inmutable. Y que si una nueva, hija de un tiempo universal, había brotado con el nombre de urbe, a la par, rotundamente, se había producido el surgimiento de una asimismo nueva sociedad.
Sería erróneo creer, discurrirá el caminante, que la ciudad, una mañana, despertó urbe. Llegó a serlo -un cuarto de centuria podría ser el lapso aproximado- no gracias a la irrupción súbita, inesperada de la desmesura poblacional y territorial que la define. Concíbase un goteo humano de indigencia y ansiedad, kilómetro tras kilómetro su ritmo pausado e incesante, días y días, años y años de gotas de la tierra y no de la lluvia. Ni la vertiginosidad del rayo ni el estruendo del trueno: aunque la Argentina fuera su país, dejándose caer casi sigilosamente o resbalando por un tobogán camuflado cuyo desdén de las paradas intermedias le desbarató a la ciudad el reposo que le habría permitido, de por medio el tesón y una pizca de clarividencia, dar cabida al análisis, a la posibilidad de la previsión o, mínimamente, a la comprensión del fenómeno.
Las urbes no son el producto de la planificación elaborada por arquitectos y urbanistas sobre sus amplias mesas de dibujo. Son la resultante, hilará el que ya empieza a buscar un café donde sentarse, de circunstancias cíclicas o ininterrumpidas de desgracia colectiva -el país, el subcontinente, el resto del planeta-; de las necesidades primarias de la gente; del desborde imparable de la precariedad campesina; de la tentación de probar suerte -en absoluto fantasioso el cara o cruz de la moneda voladora- que se apodera de quienes viven en las regiones condenadas a la pauperización y el olvido ante la imagen, verbal primero y televisiva después, de las grandes ciudades que como soles terrestres irradian luces artificiales y relatos seductores, y paralelamente crían sombras que en lugar de ocultar o enmascarar la soledad y el infortunio, los exponen cruelmente.
La ciudad y otras treinta, cincuenta o la cantidad de ciudades argentinas por la cual se opte, atestiguan del grado de retroceso que aflige a los sectores del desamparo y los horizontes clausurados. Para comprobarlo, basta con acercarse a los barrios marginales o seguir, a la tardecita, las silenciosas filas de hombres en bicicletas o los recorridos de las familias que los domingos, ya anochecido, "van a la basura" para recolectar los residuos útiles. El escenario del drama es el país.
Quizá aquellas luces que encandilan, el arco iris de visiones cautivantes y los ensordecedores sonidos for export induzcan a las urbes a olvidar una fórmula alternativa cuyo poseedor es la historia secreta del futuro: los devastados no devastan; pero pueden devastar. El mundo de hoy, las afiebradas metrópolis, las imperiales cosmópolis del desvarío y las locas ambiciones, todas ellas absorbentes polos del poder político, económico y cultural, y del gran mercado, con sus facultades hipnóticas y la apariencia de panal de abejas, lo saben. El individualismo y la atomización social las ayudan a mantener alejada, como si fuera una pelota que se impulsa permanentemente hacia delante, la idea de destrucción y caos. La ciudad cárcel, se razona. Hasta les hemos puesto rejas a la puerta y la ventana de los altillos. Sin embargo...
Entretanto, los remiendos sirven.
Unos chiquilines, y el que camina se detendrá a contarlos y a mirarlos, cinco morochitos de piernitas flacas, cuerpos menudos y ropa escasa y trajinada por la pobreza y el abandono, juegan en la vereda del lujo -centro clásico, vestimenta de marca, esplendor- con papelitos de colores que arrojan al aire, recogen prestamente y vuelven a tirar. Los que pasan, y son muchos, a veces en oleadas, eluden sus brincos, eluden los bultos, se contorsionan y siguen. La escena, por repetida, cliché que gastó el uso cotidiano y sin horario, no despierta la atención de nadie. ¿Cuándo concluyó el asombro?, intentará precisar el que avanza lentamente, achica la mirada y la fija en las cabecitas oscuras de los jugadores. ¿Qué vida los espera? ¿Y qué país...?, se preguntará mientras pisa con cautela, como si se filtrara entre figuras de cristal. ¿Qué será de ellos cuando tengan quince años? "¿Vio? No hay chicos rubios en las villas", le dirá de pronto una mujer salida de la nada y lo dejará atrás sin darse vuelta. Son los nietos de las provincias que perdieron a sus hijos, dialogará a media voz cuando la mujer ya no puede oírlo.
(*)Novelista y cuentista rosarino, autor de "Salón de billares"
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