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domingo,
19 de
febrero de
2006 |
Lecturas. Las raíces de la dictadura
Educando al represor
Ensayo. "Los escuadrones de la muerte. La escuela francesa", de Marie-Monique Robin. Sudamericana, Buenos Aires, 2005, 544 páginas, $39,90.
Rubén A. Chababo
En el año 2003 un documental conmovía a Francia. El tema no era otro que la revelación testimonial frente a una cámara de video de un grupo de militares franceses reconociendo su participación activa en la formación de cuadros militares argentinos para la aplicación de torturas. Casi contemporáneamente a la aparición del filme se editó la investigación que había inspirado al documental y que fuera realizada por Marie-Monique Robin, una joven periodista francesa obsesionada por descorrer el velo acerca de la colaboración de cuadros militares de su país en el proyecto de persecución y exterminio implementado por la última dictadura militar argentina.
El resultado de su investigación está condensado en las más de 500 páginas de un libro que echa luz sobre una de las tramas más oscuras y siniestras de nuestro pasado reciente y con el que demuestra que la atrocidad de la última dictadura fue posible gracias a un activo e intenso trabajo de colaboración realizado a lo largo de varias décadas y cuyos maestros ejemplares fueron militares franceses llegados a nuestro país con el fin expreso de instruir acerca de los mejores y más adecuados modos de aplicar tormento físico.
Si bien, y como lo demuestra el libro, el momento cúlmine de despliegue de este aprendizaje son los años comprendidos entre 1976 y 1983, la Argentina ya venía de un pasado signado por la fuerte seducción que las habilidades en las técnicas de aplicación de tormento le fueran ofrecidas por expertos extranjeros. Baste recordar que a partir de 1945, durante los años del primer gobierno peronista, llega a la Argentina un número nada despreciable de criminales de guerra que colaborarán activamente en diferentes áreas de inteligencia militar y seguridad interna. Una serie de selectos refugiados cuyas cabezas más visibles son Edward Rossmann, el "Carnicero de Riga"; Joseph Mengele, Klaus Barbie, Adolf Eichmann -planificador de la Solución Final- y Walter Rauff -inventor de las cámaras de gas-, además de un número importante de militares franceses aliados al Tercer Reich, quienes ingresan al país gracias a los buenos oficios que les brinda el por entonces cardenal Antonio Caggiano.
Puede decirse que 1945 es la fecha inaugural de una serie de bienvenidas a expertos criminales de guerra que se prolongará en los años sucesivos hasta llegar a la década del 60 cuando una nueva serie de entrenados militares en el arte del exterminio son llamados a colaborar por las fuerzas armadas argentinas. Los franceses, tal como lo explica Marie-Monique Robin, habían perfeccionado sobre la población de Argelia el uso de la picana eléctrica, el potro, el trapo, el submarino y otras técnicas de confesión, además de desarrollar una estrategia de zonificación del territorio para el mejor control del enemigo interno probando con éxito el procedimiento de desaparición de los cuerpos de los prisioneros previamente alojados en los centros clandestinos de detención.
"La disimulación masiva de cadáveres que hoy evoca a los desaparecidos de la Argentina es una característica de la batalla de Argel, durante la cual los militares franceses inauguraron un método considerado, al igual que la tortura, como un arma de la guerra contrarrevolucionaria (...) Las desapariciones no representan una falla del sistema, sino un elemento del dispositivo puesto en el marco de la guerra antisubversiva cuyo fin es impedir la movilización de los grupos y frenar la acción colectiva", señala Robin. Esta opinión está avalada por la serie de entrevistas que la periodista realiza durante años a importantes jerarcas militares, tanto argentinos como franceses. Todos, en mayor o menor medida, reconocen la importancia que tuvo este estrecho trabajo de colaboración entre ambos países y de qué modo la experiencia represiva en Argelia y antes en Indochina fue aplicada y hasta mejorada en territorio sudamericano. "Los franceses nos enseñaron todo -confiesa despreocupadamente Albano Harguindeguy ante Robin-, comenzando por los métodos de interrogatorio". La única diferencia, acostumbraban a decir por aquellos años los instructores franceses a sus alumnos latinoamericanos, era que si en el caso argelino el enemigo era fácilmente reconocible por su color de piel y rasgos físicos, en el caso argentino ese criterio era imposible de aplicar, lo que los obligaba a esforzarse aún más en los trabajos de inteligencia.
Tanto en las calles de Buenos Aires, Rosario o Córdoba como en el monte tucumano, con el Operativo Independencia, los militares argentinos recurrieron a la aplicación de las estrategias aprendidas de sus maestros franceses. En numerosas situaciones no les importó reconocer si las víctimas pertenecían a grupos revolucionarios para ser llevadas a los centros clandestinos de detención dado que eran conscientes de que el amedrentamiento colectivo era un arma poderosa que lograba efectos a corto plazo, algo ya ensayado en Indochina y Argel por sus instructores europeos. La célebre declaración del general Ibérico Saint Jean en 1977, por entonces jefe del Tercer Cuerpo de Ejército -"primero mataremos a todos los subversivos, luego a sus colaboradores, luego a los indiferentes y finalmente a todos los indecisos"- no es más que una traducción local de la doctrina francesa.
La investigación de Robin no es especulativa sino profundamente asertiva. Cada una de sus afirmaciones es corroborada con el asombroso testimonio de los principales protagonistas, quienes confiesan y justifican con absoluta naturalidad el recurso de la tortura y el exterminio como herramienta eficaz para el alcance de sus objetivos.
Si durante años les cupo casi con exclusividad a los Estados Unidos y la Escuela de las Américas la responsabilidad en la instrucción de los militares latinoamericanos en el uso de técnicas violatorias de la condición humana, el ensayo de Robin corre la mirada para descubrir que esa siniestra responsabilidad no es exclusiva de las diferentes administraciones norteamericanas sino que debe ser compartida con Francia y sus cuadros militares. Una complicidad traducida en activa colaboración con una nación que se ha ufanado a lo largo de su historia moderna no sólo de ser la cuna de los Derechos Humanos sino de haber difundido ese legado más allá de sus fronteras.
Lo que Robin denuncia con contundencia es que si bien la dictadura militar inaugurada en marzo de 1976 fue un producto argentino, el éxito de las vejaciones cometidas por nuestros generales, los consecuentes asesinatos y desapariciones de miles de ciudadanos sólo fue posible por las invalorables enseñanzas transmitidas por un maestro verdaderamente ejemplar: Francia y sus generales tienen ahora la palabra.
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"Los franceses nos enseñaron todo", reconoció Albano Harguindeguy.
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