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 domingo, 19 de febrero de 2006  
[Exploraciones]
Arana, el rey del caucho
A principios del siglo XX creó un imperio económico en el Alto Amazonas basado en el terror. EL ESCRITOR Ovidio Lagos reconstruye su historia en un libro de reciente edición

Ovidio Lagos

Enero, en el Alto Amazonas, no es mes de lluvias, lo que lo hace favorable para la navegación: los ríos no están desbordados y el derrotero, a pesar de los traidores bancos de arena, es fácilmente reconocible. El 12 de enero de 1908, dos naves remontaban el río Caraparaná, tributario del Putumayo. Una era el Liberal, vapor emblemático de la Casa Arana, un ingenio fluvial de varios niveles que albergaba desde camarotes y cubiertas de lujo hasta calabozos y bodegas para almacenar caucho. Era la nave preferida de Julio César Arana, en la cual surcó las aguas del Putumayo tanto para firmar convenios comerciales que finalmente terminaban en despojos, como para hacer relaciones públicas con funcionarios ingleses y norteamericanos. No se trataba de un viaje más de intercambio de mercaderías por caucho. La nave insignia iba flanqueada por la lancha de guerra Iquitos, perteneciente al gobierno peruano, armada de seis cañones y dos ametralladoras, que transportaba a ochenta y cinco hombres de la guarnición militar de Iquitos.

Ese lento pero implacable avance aguas arriba no presagiaba nada bueno, sobre todo proviniendo de la Peruvian Amazon Company, que era el nombre internacional que había adquirido Julio C. Arana & Hermanos, debido al ingreso de capitales y directores británicos a la compañía originariamente creada por Arana y de la cual seguía siendo amo y señor. En el Liberal viajaban los jefes de la misión, Benito Lores y Carlos Zubiaur. El viaje tenía como objetivo adueñarse, por las buenas o por las malas, de La Unión y de las propiedades de los últimos caucheros colombianos en el Caraparaná, reacios a venderlas. Los rebeldes eran David Serrano, propietario de La Reserva; Ildefonso González, un negro dueño de El Dorado, y los patrones de La Unión, Ordóñez y Martínez. Se trató de una incursión fríamente calculada por Julio César Arana y del gobierno de Lima, disfrazada de heroica defensa de la soberanía peruana.

Las versiones acerca de lo sucedido en La Unión varían, pero historiadores y cronistas de la época coinciden en algunos datos. Al mando de la cauchería se encontraban los señores Duarte y Prieto que ordenaron algo quiméricamente al contingente peruano -compuesto por ciento cuarenta hombres-: que se retirara de la propiedad. Pero los empleados de la flamante Peruvian Amazon Company, ex Casa Arana, alegaron venir en son de paz, sólo para realizar una generosa oferta: pagarían veinte mil libras esterlinas para que los colombianos se retirasen de La Unión. La suma, más que irrisoria, era insultante. Ni siquiera se encontraba, además, uno de los propietarios, Ordóñez, que se había internado en la selva por unos días. La oferta, en principio, fue rechazada, pero Prieto prefirió ganar tiempo, diferir una respuesta y recibir, mientras tanto, las mercaderías y provisiones que se encontraban a bordo. La respuesta peruana se asemejó a un látigo: o entregaban todo el caucho, o se apoderarían por la fuerza de las existencias.

Prieto izó la bandera peruana y se inició un feroz tiroteo de una disparidad inusitada. Poco podían hacer veinte colombianos contra una horda de hombres armados hasta con ametralladoras. Lo esperable hubiera sido que al quedarse los caucheros sin municiones, después de media hora de fuego cruzado, en vez de huir a la selva, hubiesen agitado una bandera blanca en señal de rendición, cesando el fuego y capitulando en los mejores términos. Pero si los colombianos huyeron a la selva, fue porque era el único modo de salvar sus vidas. Ya conocían el proceder y los horrores que perpetraban los empleados de la Casa Arana. No todos pudieron refugiarse. Duarte y dos peones murieron en el combate, mientras que Prieto y un peón quedaron gravamente heridos. Fueron rematados allí mismo por integrantes de la Casa Arana.

Lo que siguió fue una orgía de venganza, un saqueo previsto desde el mismo comienzo de la operación -se adueñaron de mil arrobas de caucho que fueron prolijamente almacenadas en el Liberal, junto con máquinas y ganado-, que incluyó el incendio de todos los edificios. Las mujeres indias capturadas en la selva vecina fueron arrastradas hasta los barcos, destinadas al placer de los vencedores. Norman Thompson, en "El libro rojo del Putumayo", describe el destino de varios colombianos apresados en este operativo al llegar a Iquitos (...).

El ataque a La Unión fue apenas el preludio de una carnicería que no tenía antecedente en el Amazonas. No hubiera trascendido fuera de la esfera local de no haber sido por la presencia casual de un joven norteamericano en esas mismas latitudes, que terminó por disparar el escándalo de proporciones internacionales que derrumbó a la Peruvian Amazon Company. Fue lo único que Julio César Arana no pudo prever ni controlar, desde sus bastiones en Manaos, Iquitos o Biarritz, donde vivía su familia. Ese joven, llamado Walter Hardenburg, fue quien despés de complicados laberintos existenciales y económicos, logró hacer público lo que verdaderamente sucedía en el Putumayo.

El mundo hermético de Julio César Arana, caracterizado por un entorno societario endogámico poblado de hermanos y cuñados, por el soborno, las alianzas políticas, por un sistema productivo basado en la explotación y el exterminio de los indios y en la prohibición de que ningún intruso ingresara a su imperio sin su consentimiento, mostró una sutil grieta por la cual se infiltró no sólo un hombre, sino también el destino. Con qué prolijidad había armado su empresa, con la pirámide de capataces que manejaban las secciones caucheras; qué oportuno había sido el arreglo económico con ellos: en vez de pagarles un salario, les otorgaba un porcentaje del caucho recaudado, lo cual no hacía sino condenar a la esclavitud, a la tortura y a la muerte a los indios huitotos. Qué inteligente separar de sus familias a adolescentes, que, después de haber recibido una instrucción casi militar en el manejo del Winchester, se transformaban en carceleros despiadados, capaces de disparar contra miembros de su propia etnia. Esos fueron sus muchachos de confianza, como se los denominó. Entre 1904 y 1906, contrató además a unos doscientos negros del Caribe para trabajar en el Putumayo. Contaba con una armada propia: veintiún naves que patrullaban este río, el Caraparaná y el Igaraparaná, dispuestas a repeler cualquier ataque o insubordinación. Todo estaba en su lugar, como si finalmente hubiera terminado de armar un rompecabezas.

Todo, salvo una canoa propulsada a remo que se deslizaba por el río Putumayo, en diciembre de 1907, rumbo al río Amazonas, con dos jóvenes norteamericanos absortos por el exotismo del paisaje y ávidos de aventura.


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Arana se enriqueció a costa de la explotación de indígenas.

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