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domingo,
19 de
febrero de
2006 |
Interiores: delirios
Jorge Besso
Los delirios recorren la historia de la humanidad al punto que forman parte de ella. No sólo forman parte de la historia, sino también del presente y con toda probabilidad lo serán del futuro. La división del tiempo en pasado, presente y futuro, y en ese orden, no deja de ser una curiosidad clásica, una suerte de ley de las cosas con muchas excepciones en tanto el humano vive inmerso en una telaraña de tiempo donde no resulta fácil, y mucho menos evidente, saber en qué tiempo vive. A la triple división del tiempo se le agrega otra tripleta y otro delirio que viene a ser la triple división del espacio en:
El infierno.
La tierra.
El cielo.
Está claro que hay habitantes y candidatos que ocupan y van a ocupar los tres lugares en una dinámica que se renueva diariamente, no sólo por la reiteración de la vida y la muerte, es decir por la mezcla constante de humanos que cada día empiezan a circular por la tierra, y humanos que dejan de pisar el planeta. Si bien podemos tener la convicción de dónde van parar en definitiva los muertos, es más bien difícil tener la certeza de si van a elevarse al cielo o a sumergirse en el infierno.
En primer lugar porque tal vez los casos bien nítidos son seguramente la minoría (es decir quién va a un lugar y quién va al otro), y en segundo porque tampoco es tan seguro la existencia concreta de los extremos infernales y celestiales. El hecho de que el cielo y el infierno sirvan para nombrar discotecas y esos cotos (countrys tan de moda en estos tiempos), hablan de la vigencia de la religión en el alma, y en el inconsciente de los hombres.
Se podrían distinguir tres tipos de humanos. Los que aun estando en la tierra viven en el cielo como es el caso de los enamorados que viajan y vuelan a una altura superior que el resto de los terráqueos. En el extremo contrario se estacionan todos aquellos que viven en el infierno de la pobreza. Sobre todo lo que se ha dado en llamar la pobreza extrema: si ya la pobreza en sí es un extremo, notable proeza de la humanidad que de un extremo ha hecho otro extremo.
También son habitantes del infierno todos los que sufren, en especial los del sufrimiento extremo (otra extremación) y que vienen a ser los opuestos a los enamorados, entre los que encuentran los devorados por la pasión, en especial la de los celos o de la paranoia que ha menudo es lo mismo. Finalmente están la inmensa minoría de los que viajan a ras del suelo, es decir la gran minoría de los normales, que viven al día y en el día, capaces sin embargo de recordar el cumpleaños propio y el del otro, disfrutando de la saludable confusión de confundir el presente con la fecha del día.
Como se sabe el cielo y el infierno están aquí nomás en la tierra. Sobre todo el infierno, y en algunas tierras más que en otras, como lo saben más que bien una gran parte de africanos. El caso de Africa es más que negro si se piensa que es el continente por donde comenzó la humanidad, y donde se puede y se debe constatar que aquellos africanos de miles de años atrás con toda probabilidad vivían mejor mucho antes de ser africanos.
De todos los delirios uno de los más populares es el denominado delirio de grandeza. Los delirios de grandeza configuran una mentira ya que son los propios de un alma más bien mínima que se indexa hacia lo máximo en un camino sin retorno. Con todo, los más peligrosos son los delirios de grandeza que no configuran una mentira como es el caso de muchas religiones y de muchas formas de la política.
En particular, en mí produjo un impacto duradero ver llegar al Vaticano (hace años, a los cardenales) bajar de Mercedes Benz muy negros, muy purpurados ellos y con gruesos portafolios para la ocasión de elegir al nuevo Papa: en medio de la desmesura que es el Vaticano quedé atrapado en una pregunta infantil: ¿Qué portarían los folios de los portafolios? No importa la obviedad de la respuesta, lo que es seguro es que no portaban fe.
Por otro lado, en estos días se podían ver nuevamente fotos de los impresionantes aviones norteamericanos B52, llamados fortalezas del aire, portadores de un arsenal de bombas, ahora con un nuevo juguete: un prodigio negativo de 13 toneladas que primero perfora para luego explotar bajo tierra y destruir refugios subterráneos. Los B52 despegan de las decisiones de señores encumbrados que no andan por las calles.
Los aviones parten de la tierra (imagino que haciendo un ruido impresionante), y surcan el cielo camino a lugares muy lejanos en los que siembran el infierno. Todo muy normal. Como el infierno que se desata porque unos señores desconocidos para casi todo el mundo se atreven a caricaturizar a un Dios. También muy normal. Un Dios armado que es la representación misma del horror.
De alguna manera es lo que debe sentir un suicida embombado que siendo la prolongación de la mano de Dios está a sólo un instante de explotar y de hacer explotar a desconocidos, que por lo que parece no merecen ser conocidos. Más que normal. Por su parte, a Dios ¿qué le molestará más, unas caricaturas que se atreven a imaginarlo y a alertarlo, o unos aviones que surcan su cielo violando el mandamiento "No matarás" que en principio no falta en ninguna religión? La respuesta está en nosotros que podemos imaginar que el zumbido de los aviones infernales debería producir un escozor en su alma, que es el alma de todos, pues el delirio que son esas fortalezas representan a la perfección la debilidad humana por el poder. De lo contrario es que mira para otro lado.
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