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sábado,
17 de
diciembre de
2005 |
Reflexiones
Democracia republicana
Tomás Abraham
Lo que ha venido sucediendo en el Congreso nacional no es una sorpresa y, sin embargo, tampoco conviene que se constituya en un paisaje familiar que se incorpora a nuestro modo de vida cotidiano. Las sociedades, a pesar del caos que transmiten, siempre están organizadas. Esto no significa que se diagramen en estructuras rígidas y formas jerárquicas inamovibles. Es cierto que hay sociedades más estables que otras, pero los fenómenos de estabilidad también son variables. Existen modos típicos de desordenarse, formas repetidas de patear el tablero, síntomas anómicos que se compensan con mecanismos que refuerzan la autoridad. Se puede vivir décadas en lo que se denomina caos sin que se derrumbe el sistema, porque ese caos ya es un sistema.
La democracia republicana es el sistema formal sobre el que se basa nuestra vida colectiva. Es un invento del siglo XVIII. Filósofos como Locke y Montesquieu han sentado las bases de una forma de gobierno que se sostiene en que el ser humano es un individuo. Su cuerpo, su palabra y su propiedad deben ser inviolables para que pueda ser libre. Su cuerpo no puede ser manipulado, su palabra no puede ser silenciada y su propiedad debe ser garantizada. La sociedad no es una suma de individuos, y para que no se desmembre en multitud de intereses confrontados se han ideado formas de asociación que funcionan por delegación representativa.
Los parlamentos han pasado por una serie de transformaciones históricas desde que eran recintos de reunión y decisión de las "órdenes" o grupos estamentarios definidos por su pertenencia a un sistema de castas, hasta conformarse por representación de los individuos jurídicamente iguales.
Pero los individuos son y no son iguales en la sociedad, se trata entonces de que las desigualdades en la distribución de la riqueza, las asimetrías en el mercado de competencia capitalista, se inscriban en una estructura formal de leyes en la que los individuos no valen más unos que otros en cuanto sujetos de derecho. Este sistema tiene un límite, está pensado para una sociedad en la que los individuos tienen propiedad, son de alguna manera autosuficientes, lo que no quiere decir que se basten a sí mismos, pero que sí poseen los recursos mínimos indispensables para que su palabra tenga peso y su cuerpo esté protegido. Por eso fue que recién en el siglo XX el voto se hizo universal, ya que hasta ese momento el único que se aceptaba era el voto calificado.
Se discutía incansablemente, se lo hizo desde el siglo XVII, el derecho que podían tener los habitantes -que dependían de otros para subsistir- de elegir a sus representantes. Se afirmaba que no tenían voluntad propia porque eran serviles, por lo tanto su poder de discriminar, es decir de razonar, estaba coartado.
Este no es un hecho tan lejano, está en la base de las discusiones que hacen los politólogos y otros cientistas sobre el populismo. Dicen que la gente carenciada, las poblaciones marginadas, dependen de los favores de un sistema de patronazgo y clientelismo que compra voluntades. Cuanto más indigentes haya, el poder deja de ser representacional por el simple hecho de que el conjunto social ya no está compuesto por "individuos" en el sentido clásico del término que implica autonomía.
La idea de pluralismo también supone este sentido de individualidad que muchos consideran perimido. Hace tiempo Marx removió los cimientos del individualismo liberal al considerar que los que poseían como única propiedad su fuerza de trabajo conformaban una clase frente a los propietarios de medios de producción de bienes y capital. Se deduce que los individuos no son más que componentes de clases sociales en relación de explotación.
Decir pueblo es reunir a los individuos en una unidad indiferenciada y aglutinante que se llama Nación. Son del pueblo los que se identifican con los valores de la Nación y sus enemigos los que a pesar de vivir en su territorio traicionan los mismos valores. Por lo tanto el sistema de identidades atraviesa una diversidad que se desplaza entre categorías como individuo, argentino, burgués o proletario y, finalmente, ciudadano.
Se dice que vivimos en una sociedad de dinero, consumo, información y espectáculo. Cada una de estas realidades crea nuevas formas de identificación agregadas a las anteriores categorías. La democracia representativa ha perdido su densidad real y se ha convertido en mera representación, es decir teatro. Los medios de comunicación masiva han estimulado el sesgo actoral de los políticos que se ven mirados por millones de personas y obligados a construir un personaje que seduzca a una ciudadanía convertida en audiencia.
Pulsar la imagen que tienen los políticos en la gente es un trabajo cotidiano que nutre a decenas de consultorías y encuestadoras especializadas en opinión pública. Pero así como este fenómeno denotaba en sus orígenes la apreciación que tenían los ciudadanos sobre la vida política en los cafés, los salones, las logias, los periódicos, los cabarets y los recintos frecuentados por los notables, hoy se ha convertido en una pregunta y una llamada telefónica. La opinión pública ya no es una actividad sino una impresión, y como las impresiones varían constantemente, las actitudes de los protagonistas que las provocan no pueden ignorar estos cambios y deben hacer mil y una piruetas para no perder imagen atractiva ni adhesiones.
Lo que sucedió con Rafael Bielsa es una muestra de las dificultades que se tiene para hacerse querer por la opinión pública plasmada según el marco mediático. El lenguaje moral que se emplea habitualmente, como el que insistentemente usó el ex canciller, es un recurso acostumbrado para salir de algún modo del enredo al que se ven sometidos los políticos a merced de la histerización del sistema. Se trata de gustar, y los índices nunca son claros. Si a este proceso de la sociedad del espectáculo le agregamos el microclima en el que viven algunos personajes de la política cuyas ambiciones siempre son presidenciales, rodeados por una corte que los hacen sentir tan importantes como ellos aspiran a serlo, el mundo de la ficción en el que ya viven por sistema se refuerza con rasgos psicológicos que les hacen perder contacto con la realidad.
De ahí el anecdotario que surge con las pequeñas historias de políticos que dicen salir a la calle y recibir alguna palabra que los despierta -según confiesan- de algún sueño inmortal.
Con un Poder Ejecutivo fuerte y protagonista que gobierna por decretos y un Poder Judicial con figuras respetadas y confiables por su independencia de criterio, más la participación de la gente en los medios de comunicación en los que hacen escuchar sus reclamos, a los que agregamos la presencia en las calles para ejercer presión en nombre de derechos violados, si sumamos los municipios y las formas microsociales de representación, el Congreso nacional o redefine su misión o la cumple según una tradición que todos hemos olvidado o puede cerrar sus puertas sin que nadie lo lamente. Nos hemos olvidado para que sirve, independientemente de que existe para pagar sueldos de legisladores, asesores y personal de maestranza.
Para que la vida política republicana no se convierta en un total fantoche, se necesitan modificaciones básicas a la vez que urgentes, para que el poder legislativo cumpla su función. Estas transformaciones no sólo conciernen a su ámbito pero son requirimientos indispensables que además deben tener forma de ley.
Hay tres aspectos que hay que legislar para evitar formas de degeneración y corrupción de la dimensión representacional de la política: el parentesco, el dinero y el compromiso electoral. Una ley contra el nepotismo que evite que familias enteras ocupen la administración pública y conviertan lo que debe ser mecanismo de control en formas de encubrimiento de grupos asociados. Una ley que limite el gasto en publicidad y campañas no sólo en períodos electorales, y un blanqueo de los mismos. Esto incluye la publicidad oficial sobre la obra gubernamental. Finalmente, la prohibición de renunciar a los cargos para los que se fue elegido para ocupar puestos en otras funciones.
Por supuesto que nada de esto soluciona todo, y las formas de hacerse un lugar para burlar los límites que la ley impone siempre existirán. A falta de un hermano o esposa, se podrán encontrar adláteres que respondan del mismo modo, pero al menos el grupo se hace más vulnerable y menos cerrado.
Este es el mínimo exigible para que la profesión política no sea la más sospechada de todas y que la ciudadanía no se aparte totalmente de la misma, desinterés que se vería reflejado en el porcentaje de abstenciones en caso de que el voto fuera optativo, y para que la vida política no sólo esté en manos de los que tienen capacidad de movilización, formas de organización difusas para ejercer presión, y para que las armas y el dinero no se queden con todo.
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