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 miércoles, 19 de octubre de 2005  
La frontera entre la defensa legítima y el delito

Una cosa es clara: no cualquier reacción a una situación injusta, como es sufrir un delito, implica justificación legal. Para que haya legítima defensa debe existir un ataque inicial. Pero la reacción debe ser racional y proporcional a ese ataque. Alguien no puede defenderse de cualquier manera y alegar que está protegido por la ofensa previa. De otro modo podría considerarse irreprochable que una persona que fue mojada con un pomo de agua saque un arma de fuego y mate a otra.

El estado de derecho no confiere a la víctima de un delito la potestad de responder a su agresor salvo que su vida corra peligro. Pero la legítima defensa, que es la figura que se aplica en este caso, requiere paridad. Si un individuo ejecuta con una pistola a otro que le robó una banana no hay paridad porque la pérdida de un bien -una fruta- no es equiparable a la pérdida de todo derecho -la vida-. Esto no implica que alguien debe tolerar la injusticia del robo. Aunque debe considerar otros medios para defenderse y no el más extremo.

Ocurre que para el derecho penal no es legítimo ni legal quitar la vida para defender un bien. Por eso, quien persigue a un asaltante y lo mata tras darle alcance puede ser condenado por homicidio simple, que implica penas de entre 8 y 25 años. Esto es porque para que exista legítima defensa tiene que verificarse que hubo riesgo de muerte para quien mata.

Otro aspecto que puede valorarse como atenuante es la emoción violenta. Se acepta que la responsabilidad penal queda diluida cuando un hecho obnubila a una persona impidiéndole comprender la criminalidad de sus actos. Pero debe probarse, efectivamente, que esa perturbación ocurrió.

Cuando en junio de 1990 el ingeniero Horacio Aníbal Santos mató a los dos ladrones de su pasacasete construyó un caso penal paradigmático. Santos estaba comprando en una zapatería porteña y advirtió el robo. Persiguió varias cuadras a los ladrones y al alcanzarlos los fulminó de un tiro en la cabeza a cada uno.

En 1994 Santos fue condenado a 12 años por homicidio simple: los jueces no creyeron que el ingeniero hubiera reaccionado legítimamente sino que su respuesta había sido enormemente desproporcionada. Pero un tribunal superior cambió la calificación considerando, en un fallo muy criticado, que simplemente se había excedido en la legítima defensa. La pena fue cambiada por tres años en suspenso.

La correcta administración de Justicia corresponde a una esfera distinta de los sentimientos públicos. La inseguridad urbana conduce a que mucha gente justifique a veces actos que la ley condena. En todos los casos, como en el que se presenta en esta página, antes de prejuzgar conductas hay algo esencial: esperar a que se establezca efectivamente que pasó. Algo que nadie, menos los qué opinan por versiones preliminares, saben todavía.
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