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sábado,
15 de
octubre de
2005 |
Reflexiones
Nacionalismo en Barcelona
Tomás Abraham
Una estadía de una semana en la ciudad de Barcelona me remitieron a una serie de problemas que no están muy alejados del Congreso de la Lengua que se realizó en Rosario. Intelectuales catalanes han firmado un manifiesto denunciando la política cultural de la clases dirigente. Lo encabeza uno de los ensayistas más brillantes de España: Félix de Azúa (Baudelaire, Lecturas Compulsivas, Diccionario de las artes). En Cataluña se habla catalán, claro está, en las calles, en la televisión, y es, además, el idioma escolar. Editores de la revista barcelonesa Lateral, escrita en castellano, que ha reproducido el manifiesto y abierto un espacio para la polémica, me han dicho que las nuevas generaciones han perdido el castellano y lo hablan cada vez peor. Los escritores que escriben en "español" están perdiendo sus lectores. Dicen que las autoridades los discriminan y favorecen con sus subsidios, premios y becas a los que se expresan en catalán.
La reacción no se circunscribe a un problema de la lengua. Afirman estos intelectuales y artistas -que ya han reunido cinco mil firmas- que el nacionalismo catalán instala en la sociedad un temperamento vengativo, derechizante, que aisla a la comunidad barcelonesa de Europa y del resto de España. Se sienten defraudados por la política del Psoe (Partido Socialista Obrero Español) desde la asunción de José Luis Rodríguez Zapatero, al que han apoyado en las últimas elecciones, a la vez que combatieron a José María Aznar durante el período en que el PP (Partido Popular) tuvo la jefatura del gobierno. Pensaban que los socialistas crearían en Cataluña una corriente de opinión y un movimiento político favorable a la apertura y al diálogo integrador. Pero no ha sido así. Por razones de oportunismo político y de agenda electoral el Psoe y el nacionalismo catalán se han aliado y dejaron huérfanos a los socialistas catalanes.
De Azúa dice que nadie puede desconocer la historia de la represión sufrida por los catalanes de parte de las autoridades centrales de Madrid. Pero, agrega, a los tiempos de la reivindicación simbólica, debe seguir otro de relajación en lo real. No hace falta perseguir y multar con sumas exageradas a los restaurantes que no han puesto el menú en catalán, ni tampoco crear un clima de victimización histórica retrotrayéndose a los tiempos que van desde el medioevo a la dictadura de Franco. Agrega que la educación catalana es pésima, de niveles lamentables, y que su cultura se arrastra en la mediocridad más aún si se la mide en relación a una actividad madrileña que se aleja cada vez más en sus parámetros de calidad y en la cantidad de su oferta.
El catalán se habla solamente en Cataluña, el castellano, identificado con la palabra español, comunica al país con el mundo. Debe ser dolorosa la sensación de aislamiento de estos hombres de la cultura que concluyen que tienen dos caminos: uno es irse, el exilio, o el éxodo si se ajusta mejor a la situación de huida, la otra, luchar por una cultura de izquierdas, cosmopolita, integrada a una España unida.
La salida se vuelve difícil ya que hay quienes aseguran que la cerrazón catalana tiene su contracara en Madrid. Se habla de un menosprecio madrileño que azuza el rencor catalán. Hay quienes sugieren que a los interminables sellos, efigies e íconos de Cervantes que pueblan los documentos oficiales, empezando por los billetes, podrían matizarce con la figura de la maravillosa Iglesia Santa María del Mar, del barrio del Borne, en Barcelona.
Lo curioso es que este mentado provincialismo catalán se desarrolla en una ciudad que recibe la mayor afluencia de turistas de toda España. Barcelona tiene cerca de dos millones de habitantes y llegan a ella diecisiete millones de turistas, doce de varios países, principalmente Francia, Bélgica y Alemania, y cinco del resto de España. Esta aluvión poblacional fugaz le da a la ciudad el rostro que muchos catalanes detestan. Recientemente en una nota de La Vanguardia, el principal periódico de Barcelona, escrito en castellano, el escritor Vila Matas se quejaba de la fealdad de la ciudad y de su persistente e irremediable suciedad. Por su parte el diario francés Le Monde el 31 de agosto pasado, le dedica un suplemento a la región cuyo titular es: "Catalogne, l'esprit d'entreprise (el espíritu de empresa)". En él se habla del tradicional empuje de la economía catalana a la vanguardia de la industrialización en términos históricos que en los últimos años tiene un crecimiento de su producto bruto de más del 3%, y en el rubro de la construcción un promedio de crecimiento del 6%. Pero es cierto que la región está perdiendo peso respecto de otras dos zonas que están progresando a mayor velocidad que son la región de Madrid y la de Valencia.
Los dirigentes catalanes conscientes del desafío trazan planes para atraer inversiones extranjeras, dar ventajas logísticas y una infraestructura moderna, un puerto que ofrezca la posibilidad de ahorrar los costos de embarque y los fletes. Los franceses están atentos a estos movimientos ya que están representados por sólidos intereses con mil doscientos firmas de primer nivel en España, entre otras: Renault, Michelin, Carrefour, Fnac, L'Oreal, TotalFinaElf, Alcaltel, Danone, Cartier, Hermés, PSA, etcétera. Cataluña puede exhibir la segunda concentración más importante de firmas japonesas en Europa, con ciento cincuenta plantas en funcionamiento.
"Nuestra misión consiste en identificar los proyectos en los que Cataluña ofrece las mejores condiciones, y de convencer a las multinacionales para que se instalen en nuestro territorio", dice Joan Josep Berbel, director de la Acip (Agencia Catalana para la Inversión).
Lo cierto es que de un modo algo más pedestre, el atractivo de la zona también reside en la inmigración ilegal organizada que reduce en sustancial medida los costos laborales en Cataluña, y en especial en la ciudad de Barcelona, que permite que la atención de los millones de los turistas esté en manos de meseros y meseras, botones y cadetes, barmans y sombrilleros, a bajísimo costo y sin cargas sociales. Esto lo reconocen prestigiosos economistas catalanes. La productividad catalana agradece la "colaboración" de los miles de marroquíes, pakistaníes, ecuatorianos, rumanos y argentinos, que trabajan en negro por sueldos bajos. Por supuesto que esta realidad coincide con las campañas de legalización que dan la sensación que están coordinadas con las de ilegalidad en proporciones que los poderes controlan y hacen variar según las conveniencias.
No por eso Barcelona deja de ser un centro de reunión de jóvenes de todo el mundo que consiguen trabajo y alojamiento con rapidez, y se permiten las delicias de la sociedad de consumo que los autoriza siendo pobres a viajar por toda Europa a precios bajísimos, juntarse y programar aventuras, conquistar la posibilidad que ofrece el azar cuando los recursos de la edad y del medio ambiente lo facilitan. No hay cosa más desacomodada que un cincuentón en una playa de la Barceloneta -el paseo marítimo de la ciudad- en medio de esa pingüinera de cuerpos jóvenes y semidesnudos.
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