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domingo,
04 de
septiembre de
2005 |
[Nota de tapa] Recordar y entender
Para una crítica del testimonio
"Tiempo pasado", el nuevo libro de Beatriz Sarlo, pone en discusión los modos de relatar el pasado reciente. Una apuesta a la reflexión y al debate, de la que aquí se ofrece un adelanto
Beatriz Sarlo
Este libro se ocupa del pasado y la memoria de las últimas décadas. Reacciona no frente a los usos jurídicos y morales del testimonio, sino frente a sus otros usos públicos. Analiza la transformación del testimonio en un ícono de la Verdad o en el recurso más importante para la reconstrucción del pasado; discute la primera persona como forma privilegiada frente a discursos de los que la primera persona está ausente o desplazada. La confianza en la inmediatez de la voz y del cuerpo favorece al testimonio. Lo que me propongo es examinar las razones de esa confianza.
Durante la dictadura militar algunas cuestiones no podían ser pensadas a fondo, se las revisaba con cautela o se las soslayaba a la espera de que cambiaran las condiciones políticas. El mundo se dividía claramente en amigo y enemigo y, bajo una dictadura, es preciso mantener la convicción de que la separación es tajante. La crítica de la lucha armada, por ejemplo, parecía trágicamente paradójica cuando los militantes eran asesinados. De todos modos, durante los años de la dictadura, en la Argentina y en el exilio, se reflexionó precisamente sobre ese tema, pero la discusión abierta, sin chantajes morales, sólo empezó, y con muchas dificultades, con la transición democrática. Han pasado veinte años y es, por lo tanto, absurdo negarse a pensar sobre cualquier cosa, con las consecuencias que pueda tener su examen. El espacio de libertad intelectual se defiende incluso frente a las mejores intenciones.
La memoria ha sido el deber de la Argentina posterior a la dictadura militar y lo es en la mayoría de los países de América Latina. El testimonio hizo posible la condena del terrorismo de estado: la idea del "nunca más" se sostiene en que sabemos a qué nos referimos cuando deseamos que eso no se repita. Como instrumento jurídico y como modo de reconstrucción del pasado, allí donde otras fuentes fueron destruidas por los responsables, los actos de memoria fueron una pieza central de la transición democrática, sostenidos a veces por el estado y de forma permanente por organizaciones de la sociedad. Ninguna condena hubiera sido posible si esos actos de memoria, manifestados en los relatos de testigos y víctimas, no hubieran existido.
Como es evidente, el campo de la memoria es un campo de conflictos que tienen lugar entre quienes mantienen el recuerdo de los crímenes de estado y quienes proponen pasar a otra etapa, cerrando el caso más monstruoso de nuestra historia. Pero también es un campo de conflictos entre los que sostenemos que el terrorismo de estado es un capítulo que debe quedar jurídicamente abierto, y que lo sucedido durante la dictadura militar debe ser enseñado, difundido, discutido comenzando por la escuela. Es un campo de conflictos también para quienes sostenemos que el "nunca más" no es un cierre que deja atrás el pasado sino una decisión de evitar las repeticiones, recordándolo. Desearía que esto quedara claro para que los argumentos que siguen puedan ser leídos en aquello que realmente tratan de plantear.
Vivimos una época de fuerte subjetividad y, en ese sentido, las prerrogativas del testimonio se apoyan en la visibilidad que "lo personal" ha adquirido como lugar no simplemente de intimidad sino de manifestación pública. Esto sucede no sólo entre quienes fueron víctimas, sino también y fundamentalmente en ese territorio de hegemonía simbólica que son los medios audiovisuales. Si hace tres o cuatro décadas el yo despertaba sospechas, hoy se le reconocen privilegios que sería interesante examinar. De eso se trata, y no de cuestionar el testimonio en primera persona como instrumento jurídico, corno modalidad de escritura o como fuente de la historia, a la que en muchos casos resulta indispensable, aunque le plantee el problema de cómo ejercer la crítica que normalmente ejerce sobre otras fuentes.
Mi argumento aborda la primera persona del testimonio y las formas del pasado que resaltan cuando el testimonio es la única fuente (porque no existen otras o porque se lo considera más confiable que otras). No se trata simplemente de una cuestión de la forma del discurso, sino de su producción y de las condiciones culturales y políticas que lo vuelven creíble. Se ha dicho muchas veces: vivimos en la era de la memoria y el temor o la amenaza de una "pérdida de memoria" responde, más que al borramiento efectivo de algo que debería ser recordado, a un "tema cultural" que, en países donde hubo violencia, guerra o dictaduras militares, se entrelaza con la política.
La cuestión del pasado puede ser pensada de muchas maneras y la simple contraposición de memoria completa y olvido no es la única posible. Me parece necesario avanzar críticamente más allá de ella, desoyendo la amenaza de que, si se examinan los actuales procesos de memoria, se estaría fortaleciendo la posibilidad de un olvido indeseable. Esto no es cierto.
Susan Sontag escribió: "Quizás se le asigna demasiado valor a la memoria y un valor insuficiente al pensamiento". La frase pide precaución frente a una historia en la que el exceso de memoria (cita a los serbios, a los irlandeses) puede conducir, nuevamente, a la guerra. Este libro no explora en la dirección de esas memorias nacionales guerreras, sino en otra, la de la intangibilidad de ciertos discursos sobre el pasado. Está movido por la convicción de Sontag: es más importante entender que recordar; aunque para entender sea preciso, también, recordar.
Sujeto y experiencia
(...) A la salida de las dictaduras del sur de América Latina, recordar fue una actividad de restauración de lazos sociales y comunitarios perdidos en el exilio o destruidos por la violencia de estado. Tomaron la palabra las víctimas y sus representantes (es decir, sus narradores: desde el comienzo, en los años sesenta, los antropólogos o ideólogos que representaron historias como las de Rigoberta Menchú o de Domitila: más tarde los periodistas).
Desde mediados de la década de 1980, en la escena europea, especialmente la alemana, se comenzó a escribir un nuevo capítulo, decisivo, sobre el Holocausto. Por una parte, el debate de los historiadores alemanes sobre la solución final y el papel activo del estado alemán en las políticas de reparación y la monumentalización del Holocausto; por la otra, la gran difusión de los escritos luminosos de Primo Levi, donde sería difícil hallar ninguna afirmación del saber del sujeto en el Lager; más tarde, las lecturas de Giorgio Agamben, donde tampoco es posible encontrar una positividad optimista; el film Shoah de Claude Lanzmann, que propuso un tratamiento nuevo del testimonio y renunció, al mismo tiempo, a la imagen de los campos de concentración, privándose, por un lado, de iconografía y forzando, por el otro, el discurso de los sobrevivientes.
La mención de acontecimientos podría seguir. Todos acompañaron procesos no siempre sorprendentes desde el punto de vista intelectual pero de gran repercusión en la esfera pública; el tema se colocó en un lugar muy visible y, en la práctica, produjo una nueva esfera de debate. En una de esas casualidades que potencian sucesos significativos y no pueden ser pasadas por alto, las transiciones democráticas del sur de América coincidieron con un nuevo impulso de la producción intelectual y la discusión ideológica europea. Ambos debates se interceptaron de modo inevitable, en especial porque el holocausto se ofrece como modelo de otros crímenes y eso es aceptado por quienes están más preocupados por denunciar la enormidad del terrorismo de estado que por definir sus rasgos nacionales específicos.
Los crímenes de las dictaduras fueron exhibidos en un florecimiento de discursos testimoniales, en primer lugar porque los juicios a los responsables (como en el caso argentino) demandaron que muchas víctimas dieran su testimonio como prueba de lo que habían padecido y de lo que sabían que otros padecieron hasta morir. En sede judicial y en los medios de comunicación, la indispensable narración de los hechos no fue recibida con sospechas sobre las posibilidades de reconstruir el pasado, salvo por los criminales y sus representantes que atacaron el valor probatorio de las narraciones testimoniales, cuando no las acusaron de ser falsas y encubrir los crímenes de la guerrilla. Si se excluye a los culpables, nadie (fuera de la sede judicial) pensó en someter a escrutinio metodológico el testimonio en primera persona de las víctimas. Sin duda, hubiera tenido algo de monstruoso aplicar a esos discursos los principios de duda metodológica que se expusieron más arriba: las víctimas hablaban por primera vez y lo que decían no sólo les concernía a ellas sino que se convertía en "materia prima" de la indignación y también en impulso de las transiciones democráticas, que en la Argentina se hizo bajo el signo del Nunca más.
El shock de la violencia de estado nunca pareció un obstáculo para construir y escuchar la narración de la experiencia padecida. La novedad de esa experiencia, tan fuerte como la novedad de los sucesos de la primera guerra a la que se refería Benjamin, no impidió la proliferación de discursos. Las dictaduras representaron, en el sentido más fuerte, un quiebre epocal (como la gran guerra): sin embargo, las transiciones democráticas no enmudecieron por la enormidad de esa ruptura. Por el contrario, en cuanto despuntaron las condiciones de la transición, los discursos comenzaron a circular y demostraron ser indispensables para la restauración de una esfera pública de derechos.
La memoria es un bien común, un deber (como se dijo en el caso europeo) y una necesidad jurídica, moral y política. Sobre la aceptación de estos rasgos es bien difícil establecer una perspectiva que se proponga examinar críticamente la narración de las víctimas. Si el núcleo de su verdad tiene que quedar fuera de duda, también su discurso debería protegerse del escepticismo y de la crítica. La confianza en los testimonios de las víctimas es necesaria para la instalación de regímenes democráticos y el arraigo de un principio de reparación y justicia. Ahora bien, esos discursos testimoniales, como sea, son discursos y no deberían quedar encerrados en una cristalización inabordable. Sobre todo porque, en paralelo y construyendo sentidos con los testimonios sobre los crímenes de las dictaduras, emergen otros hilos de narraciones que no están protegidas por la misma intangibilidad ni por el derecho de los que han padecido.
Dicho de otro modo: durante un tiempo (no sabemos hoy cuánto) el discurso sobre los crímenes, porque denuncia el horror, tiene prerrogativas precisamente por el vínculo entre horror y humanidad que comporta. Otras narraciones, incluso pronunciadas por las víctimas o sus representantes, que se inscriben en un tiempo anterior al de los crímenes (los tardíos años sesenta y los primeros setenta del siglo XX para el caso argentino), que suelen aparecer entrelazadas ya porque provengan del mismo narrador, ya porque se sucedan unas a otras, no tienen las mismas prerrogativas y, en la tarea de reconstruir la época clausurada por las dictaduras, pueden ser sometidas a crítica.
Además, si las narraciones testimoniales son la fuente principal de saber sobre los crímenes de las dictaduras, los testimonios de los militantes, intelectuales, políticos, religiosos o sindicales de las décadas anteriores no son la única fuente de conocimiento; sólo una fetichización de la verdad testimonial podría otorgarles un peso superior al de otros documentos, incluidos los testimonios contemporáneos a los hechos de los años sesenta y setenta. Sólo una confianza ingenua en la primera persona y en el recuerdo de lo vivido pretendería establecer un orden presidido por lo testimonial. Y sólo una caracterización ingenua de la experiencia reclamaría para ella una verdad más alta. No es menos positivista (en el sentido en que usó Benjamin esta palabra para caracterizar a los "hechos") la intangibilidad de la experiencia vivida en la narración testimonial que la de un relato hecho a partir de otras fuentes. Y si no sometemos todas las narraciones sobre los crímenes de las dictaduras al escrutinio ideológico, no hay razón moral para pasar por alto este examen cuando se trata de las narraciones sobre los años que las precedieron o sobre hechos ajenos a los de la represión, que les fueron contemporáneos.
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Un corte histórico. En el juicio a las juntas militares el testimonio de las víctimas resultó decisivo.
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