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sábado,
03 de
septiembre de
2005 |
Desastre. Nueva Orleáns, entre el pillaje, el desorden y la desesperación
La ciudad que se convirtió en un infierno
Las víctimas de Katrina deben enfrentar rumores alarmistas, actos de saqueo y la incertidumbre por el futuro
Allen G. Breed
ALLEN G. BREED
En medio del desorden callejero, una mujer reza a los gritos. "No nos dejes caer en la tentación, líbranos de todo mal", pide la señora. Pero la tentación está en todos lados en esta ciudad hecha pedazos. Y también el mal.
Cinco días después del paso del huracán Katrina, la necesidad hizo que la misma policía apele al saqueo; bandas de pandilleros roban las embarcaciones de voluntarios que intentan rescatarlos; abundan los bebés desnudos y desatendidos, mientras sus padres se emborrachan con licor robado. Recorrer Nueva Orleáns es lo mismo que visitar el infierno.
Frente a un río Mississippi cubierto por escombros, el farmacéutico Jason Dove observa una pelea por las provisiones arrojadas desde el aire a una playa de estacionamiento del centro de convenciones que aloja a refugiados y agita su cabeza. "Esto demuestra lo frágil que es esta sociedad", dice el hombre.
En el famoso Barrio Francés, residentes armados se esconden detrás de lujosas puertas de hierro. Junto a refinadas decoraciones napoleónicas en los frentes de las casas hay carteles del tipo "Si intenta robar, le dispararemos".
Las ráfagas de Katrina dejaron un vacío de información. Y ese vacío ha sido llenado por rumores. No hay nada que contradiga las versiones de que bandas armadas tomaron el centro de convenciones. De que dos bebés fueron degollados durante la noche. De que una niña de siete años fue violada y asesinada.
Luego de varios días en la calle, casi sin agua ni alimentos, la gente en las inmediaciones del centro de convenciones comenzó a pensar que la tormenta fue una forma de limpieza étnica. Un individuo de raza negra insiste en que las autoridades quieren encerrar a todos en el centro de convenciones no para facilitar su evacuación, sino para que la policía los haga estallar con explosivos."Quieren enloquecernos para que nos puedan balear como a perros", grita una mujer.
La policía apunta sus armas hacia la multitud y les dice que retrocedan. La gente lo considera una agresión. Pero si uno observa los rostros de los policías, comprende que están asustados.
Katrina no solo se llevó las viviendas de la gente, sino también su dignidad. En una vereda repleta de niños y ancianos, una mujer se baja los pantalones y se agacha junto a una planta. Un hombre que pasa le echa una mirada de desaprobación. "¿Y qué quiere que haga?", le dice la mujer.
En el centro de convenciones, en cuyas inmediaciones miles de personas aguardan ser trasladadas en ómnibus a otra ciudad, cunde la desesperación.
Cuando helicópteros de la Guardia Nacional tratan de aterrizar en la playa de estacionamiento para descargar provisiones, Bob Vineyard, quien trabajaba de mozo, y un grupo de personas intentan abrir un espacio para facilitar la operación. Pero una muchedumbre se lo impide y el helicóptero se aleja.
Los soldados dejan caer bidones de agua y alimentos desde unos tres metros (10 pies), y muchos de los envases estallan, desperdiciándose toda el agua.
Del Tercer Mundo
Carl Davis se pregunta por qué no llevan alimentos en camiones y se siente ofendido cuando tiran provisiones desde el aire. "Nos tratan como si estuviésemos en el Tercer Mundo. Nunca se vio algo así. Ni en Irak, ni durante el tsunami", sostuvo.
Cerca de allí, turistas ansiosos esperan frente al casino Harrah, que está siendo usado como centro de operaciones por la guardia Nacional y la policía. Una de ellos, Jill Johnson, dijo que la policía no los quiere allí, pero que estarían a merced de los vándalos si van al centro de convenciones.
"Nos sentimos horrorizados", dijo Johnson, quien trató en vano de comprar un auto para irse de Nueva Orleáns. No muy lejos, Cassandra Robinson se acurruca en la zona de descargas de un comercio, donde hay un nutrido grupo de gente. Su sobrina Heavenly, de un año, duerme en sus brazos, debilitada por una dieta de agua y papas fritas.
No faltan, no obstante, las escenas reconfortantes. Los ejecutivos del Hotel Le Richelieu, del Barrio Francés, se fueron dos días después de la tormenta. Quedaron cocineros, mucamas y personal de seguridad, que se organizaron para racionar las provisiones y organizar la vida en el hotel.
Días después de la tormenta, aún se sirve comida caliente. Los huéspedes dicen que se sienten en el "Hotel Ruanda". (AP)
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La asistencia a los evacuados se complica por la ansiedad general.
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