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domingo,
19 de
junio de
2005 |
Tema del domingo
Argentina necesita volver a tener un sistema político
Es imprescindible comprender que la gran crisis de 2000-2001 no sólo fue económica, sino también un terremoto político. Junto con la caída de la convertibilidad se produjo la licuación del sistema de partidos en la Argentina.
A la clásica dicotomía de peronismo y radicalismo, con algún tercero en discordia, cuya culminación fue la elección del PJ contra la fallida Alianza, le sucedió un enmarañado esquema vigente hasta hoy con una UCR moribunda, un centroderecha que intenta aglutinarse alrededor de figuras como Macri y López Murphy, con el reciente agregado del gobernador neuquino, Jorge Sobisch, y un justicialismo fragmentado en mil, donde se desarrolla la pelea de fondo entre el presidente Néstor Kirchner y el líder bonaerense, mentor del santacruceño para su llegada a la Casa Rosada y ex presidente, Eduardo Duhalde. Y si se quisiera ir más allá, no habría que olvidar el intento de regreso de la dupla Menem-Rodríguez Saá.
En paralelo a este esquema se desarrollan fenómenos variopintos pero que ya han demostrado no aspirar al poder real, como los piqueteros en sus diversas vertientes o personalidades como Elisa Carrió, que no se propone gobernar, sino venderse como la revolucionaria moral de la Argentina.
La situación del justicialismo contribuye a enrarecer este esquema, pues las elecciones generales del país se transforman en las internas de ese partido que se ha transformado en una especie de liga de sectores partidarios, sin un liderazgo único claro, lo cual asfixia aún más a los débiles intentos de oposición.
No existe ninguna democracia exitosa y desarrollada del planeta que no tenga un fuerte y claro esquema de partidos políticos. Las mejores se asientan en un bipartidismo que se alterna en el poder y va dando a lo largo de los años lugar a un equilibrio en cuanto a los aspectos que se modifican de acuerdo a quien gobierne. En esos países hay políticas de Estado que son permanentes y matices en cuanto a las direcciones que fijan las distintas gestiones cuando llegan al poder.
La Argentina está muy lejos de tener un sistema político que contribuya positivamente al desarrollo.
Hoy es más la energía que se utiliza —y máxime en estos tiempos previos a una elección— para conservar poder o acceder a él, que para gobernar o ayudar a hacerlo.
El presidente Néstor Kirchner acaba de negarse a recibir al presidente de Sudáfrica para participar en persona en su eterna pelea interna partidaria. Ese mandatario fue atendido con honores en Brasil y Chile, dos democracias vecinas que funcionan mejor que la argentina, con resultados para su población superiores a los nuestros.
Y no es un problema del ciudadano santacruceño que circunstancialmente está en el poder, es una malformación de la cultura política argentina. Es que a diferencia de los años en que nuestro país avanzaba y se desarrollaba, hoy la política ya no es más una concepción de Nación cuya concreción justifica llegar al poder, sino que se ha convertido en una tecnología vacía de asalto del poder.
El político argentino está sólo preocupado por llegar y cuando lo hace empieza a pensar qué hará. De allí que las políticas de las distintas gestiones sean tan erráticas y nunca se alumbren políticas estatales que sobrevivan en el tiempo.
Para revertir este proceso que sólo conduce al fracaso es necesario que el sistema político partidario se regenere en cuanto a sus estructuras y en esto tiene un papel imprescindible para cumplir quien ocupa circunstancialmente el poder.
Hasta el momento Néstor Kirchner no ha demostrado gran vocación de trabajar para fortalecer un futuro esquema de partidos fuerte y equilibrado. Todo lo contrario, él personalmente asume la pelea dentro de su partido contra Eduardo Duhalde y hacia afuera con la débil oposición que le plantean López Murphy y Macri.
La tentación hegemónica tiene sentido para los gobernantes mientras ellos pueden estar en el poder.
Pero es imprescindible, como lo hicieron nuestros grandes hombres, que los gobernantes comprendan que en algún momento no estarán ellos en persona y que la construcción institucional que realicen les será agradecida por la posteridad más que sus éxitos electorales e, incluso, que sus logros económicos.
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