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domingo,
22 de
mayo de
2005 |
Emociones y razón: ejercicio de la paciencia
Casi todos, hayamos tenido o no la oportunidad de interactuar, compartimos experiencias en nuestras historias personales que dan una sensación de universalidad a las etapas vitales por las que hemos transitado. Las anécdotas y los consejos de nuestros ancestros suelen pertenecer a esa clase de acontecimientos que nos recuerdan cuánto tenemos en común los seres humanos. ¿Quién no ha recibido, en sus jóvenes años, alguna recomendación de las que nos daban las abuelas? Ellas nos decían con sabiduría y afecto que había que contar hasta diez antes de reaccionar apasionadamente frente a una situación que nos desbordaba. También nos prevenían: "El que espera, desespera" (parecían ser las depositarias de toda la paciencia del mundo)
Se considera que la paciencia es una virtud, una práctica de vida lograda por la acción continua que predispone a concentrar las fuerzas de la voluntad y el intelecto con los fines de un bien moral. En este caso, como virtud, radica en sufrir sin perturbación del ánimo los infortunios. También se la define como la capacidad para realizar labores tediosas o meticulosas sin alterarse o para esperar lo que se desea fervientemente con tranquilidad y sin ansiedades.
Viene del vocablo latino patientia que deriva de patiens: acción de soportar o resistir, y alude a la tolerancia y al sufrimiento (tiene una curiosa raíz común con pasto, alimento). Un proverbio indica que la paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces. ¿Es que acaso la paciencia tiene su recompensa y nos alimenta? Para Plutarco "la paciencia tiene más poder que la fuerza". San Agustín señala que es la "virtud por la que soportamos con ánimo sereno los males", alertándonos sobre el peligro que conlleva perder la tranquilidad del alma y con ello los bienes que tanto nos han costado obtener.
Es distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento porque entraña fortaleza para aceptar con integridad el dolor y las pruebas existenciales a las que somos expuestos. La paciencia es una templada expectación pero no es indiferencia. Significa lograr el autodominio y la comprensión de que no todo puede ser controlado a voluntad. Vivimos sumergidos en una época que podría adjudicarse como lema aquella reveladora confesión de Jim Morrison: "Queremos el mundo, y lo queremos ya".
Con preocupante naturalidad asistimos al creciente panorama de un agotamiento mental y espiritual consecuencia de responsabilidades, actividades y problemas simultáneos. Culpamos a esta situación generalizada de ser la causante de nuestra imposibilidad de ejercitar la paciencia. Sin embargo se sabe que los monjes tibetanos agradecen al oponente o agresor la oportunidad de probar su paciencia en el camino de aprender a ser imperturbable.
Tal vez sea propicio tener paciencia para hacernos algunas preguntas que nos conduzcan a desentrañar la verdad de estas enunciaciones. ¿Por qué y para qué debemos ser pacientes? ¿Por qué es bueno dominar nuestras pasiones y ansiedades? ¿Por qué no nos conviene dejarnos llevar por el enojo o por la ira? ¿Debemos ser pacientes en todas las situaciones y con todas las personas? ¿Es correcto, a veces, arriesgarnos a "perder la paciencia"?
En la cosmovisión griega el pecado es concebido como exceso, como ruptura de la armonía o el orden. La palabra con que se lo designa es hybris y puede traducirse como desmesura. Alude a un sentimiento violento infundido por pasiones desorbitadas, la furia o el orgullo, y habitualmente engendra un merecido escarmiento como lo demuestra la extensa lista de personajes mitológicos que fueron castigados por ella.
Como contrapartida valoraban la frónesis, prudencia o sinónimo de sabiduría práctica, que refiere a la conducta racional que nos posibilita dirigir nuestras acciones de la mejor manera posible hacia lo correcto. Es el recto juicio ante los problemas o dificultades que nos presenta la vida. Emociones y razón aparentan enfrentarse desde siempre. La racionalidad parece haber consistido en doblegar las emociones, en aprender a separarlas y contenerlas. Recordemos el mito de Sísifo. Según la leyenda, Zeus castigó a Sísifo por haberlo traicionado, y aunque en principio pudo escapar de su verdugo Thánatos (la muerte) finalmente fue condenado a un penoso suplicio: tenía que rodar sin cesar una enorme piedra hasta la cima de una montaña, pero cada vez que alcanzaba la cumbre la roca volvía a caer por su propio peso, debiendo recomenzar su "trabajo" una y otra vez. ¿De qué otra manera que no fuera con infinita paciencia podría haber soportado Sísifo su castigo?
Quizás logremos comprender que el ejercicio de la paciencia trae, en primera instancia, un beneficio para nosotros mismos, y sólo como consecuencia derivada se produce una transferencia a los demás. Podemos convenir con Albert Camus "que al fin y al cabo para ser feliz se necesita muchísimo tiempo". Para no perderlo, hay que sentirlo pasar en toda su lentitud. Porque "la felicidad es, también, una larga paciencia".
Alicia Pintus
Filósofa y educadora
www.philosopher.tk
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