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 domingo, 15 de mayo de 2005  
Una ciudad, un motivo: Castellón de la Plana
Pegada al Mediterráneo, sin ser un destino famoso, atrapa por su arquitectura, monumentos y fiestas

Daniel Molini

Todas las ciudades tienen un buen motivo para reclamarnos, y el viajero inquieto lo encuentra, incluso donde, aparentemente, nunca se detuvo la historia o el progreso se resiste a exponer proyectos espectaculares. Castellón de la Plana es un buen ejemplo de ello. Sin ser un destino turístico de fama internacional ofrece todo lo que genera la actividad humana: arquitectura transformada en emblemas para vivir, árboles, frutos, monumentos, fuentes, ilusiones, fiestas.

Cerca o lejos -dependiendo del modo de medir que tenga cada uno- de Barcelona, Valencia o Alicante, y pegadita al mar Mediterráneo, como queriendo abrazar la Costa del Azahar, la ciudad de Castellón se muestra orgullosa de sus comunicaciones, aunque no tenga un aeropuerto que pueda llamarse con ese nombre.

Situada al este de la península ibérica, y mirando a la Comunidad Valenciana desde arriba, casi en el centro geométrico de la comarca de la Plana, regala abrigo a 200.000 habitantes, entre los cuales hay muchos de la tierra y otros venidos del extranjero (la primera fuerza migratoria son los rumanos).

Prácticamente todo es un valle desde el que puede espiarse un horizonte de montañas viejas, cansadas, bajas, que le dan abrigo a la distancia, como si quisieran proteger a la urbe de algo que no se puede explicar.

Castellón podría tener -para hacer honor a su nombre- un castillo grande, pero lo cierto es que no lo tiene. No importa, el honor al nombre se lo regala La Plana y todo lo que crece en ella.


Tierra arbolada
Lo primero que llama la atención al visitante son los árboles. Una de dos, o son prodigiosos o en esa tierra se especializan jardineros excepcionales, capaces de conferir a olivos, plátanos, naranjos, ficus y moreras las formas más singulares.

Cientos de ejemplares, verdes, orgullosos, variados, que se muestran a la admiración del caminante, como los plátanos que crecen en la avenida que lleva a la basílica de Lledó, conformando una especie de túnel verde y vegetal, con ramas que se buscan del modo en que se busca la naturaleza enamorada.

Lo segundo que llama la atención a ese mismo visitante son las fuentes y esculturas. En cada encrucijada de senderos aparece un monumento, una alegoría o una fuente, con agua o sin ella, de colores o blanca, alta o muy alta, de bronce, mármol o concreto.

Aprovechando el patrocinio de empresas, la mercadotecnia y el consumo se convierten en cultura de formas y colores diversos, por fuera de las iglesias, en el mercado, en los jardines y paseos.


Pintorescas viviendas
Elevando un poco el punto de mira uno puede sorprenderse por las casas, no las relativamente modernas que tienen poco o ningún atractivo - como ocurre en el ancho mundo que se dedicó a demoler sin complejos- sino las antiguas, las de siempre, aquellas erigidas con vocación de mostrarse. Casi todas de tres plantas, estrechas, convierten sus frontis en metáforas de hierro forjado y azulejos.

Una maravilla las casas señoriales de Castellón, y también algunos edificios construidos con ladrillos vistos, siguiendo planos y estilos modernos que sirvieron para reparar todo lo que la maldita guerra civil rompió, como la catedral de Santa María o el antiguo edificio de Correos.

No hay que caminar mucho en Castellón para encontrarle sus motivos, pero es bueno caminar para ver al campanario de ocho campanas separado de la catedral, soltero de soledad, de allí el nombre en valenciano "Fadrí", que espera compañía desde el siglo XVI; o discurrir por el Parque Ribalta; encontrarle sentido a los pinchos del Museo de Bellas Artes y sacarle el sombrero al Tombatossals, para saludarlo y declararle nuestra admiración.

Una placa, en la base, lo describe: "Gigante de fuerza descomunal, hijo de Tossal Gros y Panyeta Roja, retoño de la tierra, nacido del amor de las dos rocas más importantes de la comarca de La Plana".

Tombatossals es el protagonista de un cuento del escritor José Tirado. Por lo visto partió nuestro héroe con su cortejo, un día de San Francisco, a la conquista de las islas Columbretes. Y finalmente lo consiguió, convirtiéndose primero en mito y luego en escultura, colosal, de hierro soldado, enfrentada a otra también de fantasía dedicada a otro personaje "Arrancapins".

Castellón tiene motivos. Los míos, probablemente distintos a los suyos, tienen vida de fábula.
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