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 domingo, 15 de mayo de 2005  
Interiores: clausura

Jorge Besso

No todos los cierres representan una clausura ya que a nadie se le ocurriría que un negocio todos los días clausura sus puertas hasta el día siguiente, salvo que se trate del cierre definitivo, y sin embargo en todo establecimiento una vez cerrado nadie puede entrar o salir, salvo los cacos o el personal de seguridad que en ocasiones suelen ser los mismos. De modo que la clausura implica un cierre que no se concibe como temporario, sino que por el contrario es más bien definitivo. Entre nosotros y con relación a nuestro deporte más popular tenemos dos torneos anuales de fútbol con un uso paradójico de los nombres ya que llamamos "Clausura" al torneo que abre el año y "Apertura" al torneo que lo cierra.

No recuerdo cuál es el origen de este trastoque, pero visto con cierta ironía, en cada comienzo del año futbolero nos encontramos con la extraña frase circulando por los medios que nos anuncia "el comienzo del clausura", o por caso, el Olé podría titular: Diablos y sabaleros en la apertura del "Clausura" dejaron un largo bostezo, con lo que cualquier extranjero estudiando español en nuestro país no encontraría auxilio en ningún diccionario para entender semejante frase.

Por lo demás, la palabra clausura tiene un fuerte contenido religioso, ya que ciertas monjas, y de algún modo los curas, viven en clausura con abstención con respecto a la gran mayoría de los placeres top de la vida terrena, especialmente con respecto a las danzas del amor y el sexo. Lo que coloca a los religiosos un escalón por encima de la tierra pensando más en el cielo que en las múltiples tentaciones de la vida terrena. Las transgresiones o las violaciones de estas clausuras se pueden pensar, y se piensan, como las excepciones que confirman la regla (en este caso para confirmar ciertos principios religiosos).

Lo cierto es que los humanos mismos estamos organizados en forma de clausura, es decir como el conjunto de valores que dan sentido a la vida de cada cual: el valor que tiene el amor, el trabajo, el dinero, la salud, la amistad, el deporte, la familia, la lectura, la cultura, la lealtad, la solidaridad, y demás valores posibles o utópicos. Todo esto según las distintas sociedades en el tiempo y en el espacio, ya que la significación de estos valores sufre numerosos cambios históricos. Así las cosas, como se suele decir, cada familia es un mundo como lo es también cada club y como lo es cada institución que tiene sus normas, reglas y en definitiva sus códigos a partir de los cuales la gente se entiende, o no se entiende, según las circunstancias.

Pero también cada individuo es un mundo que en parte compartimos con los otros, de acuerdo al grado de apertura o de clausura con el que vivamos nuestra vida. En este sentido, el amor representa una de las aperturas más espectaculares de los humanos en las que los cuerpos y las almas comparten sus mundos en un viaje recíproco de uno al otro, haciendo de las matemáticas del amor una aritmética particular: 1 + 1 = 1. Esto en el sentido de que en la hipnosis del enamoramiento de la que hablaba Freud, los dos se viven como uno, como una fusión que los transforma en uno ya que hablan el mismo idioma, según sentencia el folclore del amor.

Curiosamente esa apertura que trajo el amor se transforma en una clausura, ya que no hay nada más clausurado que dos enamorados que circulan en estado de felicidad por la vida inmunizados a cualquier otro sentido que no sean ellos mismos. Razón por la cual en el desamor, los ex-enamorados pasan a hablar distintos idiomas, momento en el cual la suma inicial se transforma en una resta configurando otra extrañeza de la aritmética de amor: 1 - 1 = 2. Es decir, dos que separaron sus mundos. El propio matrimonio es concebido como una clausura en la cual se acotan el amor y el sexo dentro de las paredes institucionales que regulan a los casados que de un modo explícito se prometen y se comprometen a la fidelidad.

Como se sabe, las transgresiones a dicha promesa son más bien clásicas, transgresiones que no siempre adquieren el carácter habitualmente dramático de la traición y que, según lo que podría llamarse una suerte de experiencia matrimonial, sirve para flexibilizar la clausura. Todo lo cual viene ilustrado por un dicho popular (con toda probabilidad muy antiguo) y que califica los casos de infidelidades más o menos ocasionales como tirarse una cana al aire, es decir una salida circunstancial de la clausura por parte de los cónyuges, pero con una vuelta al abrigo y al reparo del bunquer matrimonial que permite, según el saber popular, mantener y sostener la institución matrimonial más un plus aparentemente muy saludable como sería la ilusión de rejuvenecimiento al proclamar que a las canas, y con ellas a los años, se los lleva el viento.

En suma que necesitamos un mundo (o más de uno) para vivir en el mundo, es decir, para habitar en el turno que nos corresponde en un planeta que se pretende global según la moda globalizante: cantinela más bien frívola que apenas oculta la profundización de la injusticia. Para la constitución de dichos mundos es imprescindible cierta clausura, ya que en cada mundo no entran todos y no entra todo. Sin embargo resulta imprescindible el cuestionamiento de ciertas clausuras en la sociedad como podría ser el caso del valor incuestionable del poder, ya que nada está más clausurado en la sociedad que la cuestión del poder: teje y maneje de unos pocos para globalizar la indistribución de la riqueza que divide al mundo en Primer Mundo, Tercer Mundo y gente fuera del mundo aun en el primero, y que sólo logran un mundo cuando el invierno los sepulta.

Romper estas clausuras es la apertura a un mundo distinto donde la fascinación colectiva por el poder y el deporte de aplastar al otro sean reemplazados por una práctica que saque a la justicia de sus palacios habituales, es decir de sus clausuras.

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