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domingo,
08 de
mayo de
2005 |
Interiores: la conciencia
Jorge Besso
Sin duda la tan mentada conciencia es una particularidad especialmente humana si se piensa de qué conciencia podríamos hablar frente al mono (inteligente y capaz de agudas percepciones), pero muy lejos de la extraordinaria lucidez humana. En muchas ocasiones la percepción animal supera ampliamente la capacidad humana como se pudo comprobar en la huida anticipada de los perros a la llegada de la ola gigantesca en la tragedia del tsunami. Sin embargo esta mayor capacidad perceptiva en ciertos animales no va de la mano de un desarrollo equivalente de la conciencia, resultando un atributo muy humano.
El concepto de conciencia es uno de esos cruciales sobre todo porque está en el cruce de distintos campos y diferentes disciplinas que se disputan su especificidad. A este concepto se puede entrar por la puerta de la filosofía, de la psicología, o del psicoanálisis, o por la puerta de la ideología con el agregado de que se habla de la conciencia de alguien en particular, pero también se la menciona en un sentido muy general y problemático cuando se habla de la conciencia de los pueblos. La puerta filosófica nos provee de dos sentidos respecto del término conciencia:
u Percatación o reconocimiento de algo, sea de algo exterior como un objeto, una cualidad, una situación, o de algo interior como las modificaciones experimentadas por el propio yo.
u Conocimiento del bien y del mal.
El primero no puede ser más preciso ya que se trata de percatarse o de reconocer algo externo o interno. Pero no es menos importante lo implícito de ese concepto y es que dicha percatación o dicho reconocimiento pueden faltar. Es lo que sucede con los peligros de los que muchas veces somos advertidos, y sin embargo el asunto es que si no nos percatamos verdaderamente no somos conscientes. Como ejemplo: a pesar de las manifiestas advertencias de que hay niebla, igual seguimos conduciendo como si no hubiera. Con el saldo de que lo que era potencialmente un accidente se convierte en un siniestro efectivo. O, en otro terreno, no nos percatamos de las señales de amor del otro, o acaso de las señales de odio; y vaya a saber qué es peor.
En cuanto al segundo sentido el problema planteado no puede ser mayor, ya que aquí conciencia quiere decir la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, de forma tal que la incapacidad de alguien respecto de esta distinción lo convertiría en un ser inimputable que vendría a ser el caso de los niños de los discapacitados, o de la locura en sus formas graves.
Una de las operaciones fundamentales de S. Freud que revirtió los fundamentos de la vida psíquica, fue despegar la percepción de la conciencia, y por lo tanto la conciencia de la percepción. A partir de allí las complejas relaciones entre la percepción y la conciencia son las que traman la vida psíquica humana, y por lo tanto la existencia de la gente de cualquier color, clase o poder, ya que en la brecha señalada entre conciencia y percepción se filtra lo inconsciente que convierte al humano en un ser imprevisible en última instancia. Imprevisible para sí mismo y para los otros.
Somos los únicos seres conscientes entre los que pisan y circulan por el planeta en el sentido de que somos los únicos con capacidad de acceder a la conciencia. Esto es ser conscientes de nuestra propia existencia, de la existencia de los otros, de seguir ciertas huellas y de dejar a nuestro turno quizás algunas que tal vez otros vayan a pisar y a seguir. Este ser conscientes por parte de los humanos, esta exclusividad de la psiquis está muy lejos de ser un absoluto.
Es decir somos más bien inconscientes de una gran cantidad de procesos interiores y exteriores que de alguna manera irán incidiendo en nuestros humores y en nuestros amores. Cada día los humanos se acuestan y se levantan con la mezcla de cada uno de humores y amores y sin demasiada conciencia al respecto. Lo que se puede confirmar si se toma en cuenta nuevamente a nuestro maltratado planeta y especialmente en el siglo pasado que albergó los mayores récord: los más grandes avances de la ciencia por un lado, y por otro, los más grandes retrocesos y desastres de humanos aplastando a otros humanos. O de humanos haciendo desaparecer a otros a los que se les ha negado para siempre la dignidad de una muerte digna. Razón por la cual no podemos no comprobar una vez más la escasa o nula conciencia de estos extremos. Sobre todo de aquella que supuestamente es capaz de distinguir entre el bien y el mal de la que habla la filosofía.
Es muy posible que un balance de dicha conciencia arrojara un resultado poblado de "números rojos" para usar la expresión de Joaquín Sabina. Más aun si pensamos que en estos días se cumplen aniversarios cuya rememoración representa para la conciencia un trabajo tan arduo como interminable: 60 años de la caída de Berlín y por lo tanto de la inminente derrota del nazismo (sin embargo nunca verdaderamente desterrado); y 30 años de la única derrota militar de los EE.UU. en Vietnam: la guerra más larga de la historia según algunos, pero de las más destructivas según todos, ya que aún se sienten y padecen los efectos de la guerra química que desparramó el ejército más poderoso e irresponsable del planeta.
O más responsable, según se mire, tanto con respecto al pasado como al presente. Cada cual se las arregla como puede con respecto al balance de su propia conciencia, con "números sinceros" o con "números dibujados" como se usa hoy por hoy en la economía. Pero en el nivel más general, la conciencia en el planeta sufre la involución creciente de ser gobernado por una minoría portadora de bolsillos cada vez más llenos y de conciencias cada vez más vacías.
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