| domingo, 13 de febrero de 2005 | [Cuentos] Fito Marcelo Scalona (*) Un pedazo de lechón. Un lechón de la quinta del gordo Casuja, en ese linde irreal entre Villa Diego y Las Flores. El gordo los alimenta con maíz de verdad, y a mí qué me importa si roba los granos en el Camino Guereño, o en la entrada a Dreyfus o ni siquiera, si como dicen, manda los pibes del Bajo Ayolas a abrirle las tolvas a los semiremolques henchidos de la pampa ajena.
Casi un nonato, el Porky, ocho kilos, y mejor se lo llevamos al horno del panadero: "Mirá si vas a ponerte vos a asar, con este calor..." Aunque en realidad, no era el calor sino la enfermedad. Un nonato para un moribundo. La dinámica de los contrarios. Un chancho bonito para un hombre bello. Una pancreatitis fulminante. Quizá dos meses, dijo el especialista. ¿Por qué no le llaman cáncer, ahora, vieja...? ¿Por qué tan rápido, tordo...? El páncreas es como los pulmones, órganos impacientes, dijo el Turco Benassai con ese aire de rufián melancólico que tienen todos los amigos de mi tío Rodolfo del bar El Lido.
-A cada uno, el frenesí que le gusta. La gusanería alimenta los peces, los peces chicos a los grandes, y al final, todos somos pescados...
-Vieja, ¿llegaré a la nochebuena...?
Recién era 11 de noviembre. El fixture del test de Karolinska (así se llamaba el último estudio de las enzimas) daba para después de los Reyes Magos, y esas cosas que siempre se dicen: "... dejate de embromar, Rodolfo, que vos nos vas a enterrar a todos". Y la vida tiene eso: para algunos, el mejor regalo de Navidad sería cantar en la ópera de París, para otros, tener la última cena con un pedazo de lechón nonato de la quinta del gordo Casuja.
-Mirá Oscarcito, yo, recién conocí el circo, de grande, acá en Rosario. Ya siendo un hombre... a vos te lo cuento, no me da vergüenza. ¡Sabés cuántas veces mis hermanos querían llevarme de putas y yo me les escapaba al circo...! Yo conocí los payasos, el mismo día que mi hija: "Sarrasani" se llamaba el dueño. Al final le terminé haciendo la cloaca provisoria en los terrenos de La Terminal. En esa época el circo se quedaba seis meses.
La misma algarabía de la nena y me acordé del grito de mi tía Delia: ¡Hombre grande... déjele el pororó a la Norita! Y ahí fui yo, el ahijado, por la segunda bolsa.
¿Por qué siempre nos atiborramos de comida, tío...?
Porque no había, nene. La dinámica de los contrarios. Robábamos lechuga, gallinas... tu abuelo se murió de tétano, me dijo en el viaje de vuelta. Me dejaba sentar adelante en el Valiant, y estaba contento conmigo porque yo era varón y él tenía una nena. Tu abuelo José tenía 35 años y se murió de tétano; por una espina de una planta. Pensé en la rosa, la espina de la muerte de Rilke. Yo tenía 15 años, dijo, éramos nueve hermanitos, tu mamá recién caminaba y el Tito, todavía usaba los chiripás.
Una familia de peones rurales en la década del treinta, ja... el pueblo se llamaba Los Cardos, pavada de consonancia. Como diría mi amigo Rafael, una familia para la que el largo plazo, siempre fue la cena. Y ahora que preparábamos la última, cosa rara, nos habían puesto un plazo corto, perentorio, inminente. Ese frenesí de la gusanería, dijo Benassai y yo dudaba que un tendero de la calle Ayolas pudiera haber leído tanto a Onetti. La mitad de sus frases eran de "La Vida Breve" y ahí nomás me di cuenta que el bar estaba frente a la funeraria: El Lido frente a frente con Pocho Bernardo. La dinámica de los contrarios y Rodolfo se había muerto ayer, 22 de diciembre, y el Porky todavía engordando en la quinta de Casuja. Cuando me sonó el celular, el gordo quiso saber qué haría con el animalito, porque él mataba antes del alba y ya eran las doce de la noche.
-No lo toque... no lo toque, Casuja. Lo quiero vivo.
Y todavía lo tengo en el patio, un jardín que me rodea toda la casa. A veces lo paseo por la Cortada Larguía con un collar de ahorque para que no se me encone con el dogo de Doña Ercilia. Ya cumplió siete navidades, pero no es cierto que yo me haya hecho vegetariano por su compañía. La verdad, fue por mis arterias. Lo que sí es cierto, es que renuncié definitivamente a esa parte de la familia que sólo piensa en la última cena, y ni siquiera me parece una blasfemia, acodado en la mesa de los rufianes melancólicos, contarle a todos los parroquianos la hazaña del apodo. Porque al único nombre que hace caso el chancho, moviendo la cola y resbalando de dicha las pezuñas en el mosaico, es a "Fito". Fito, claro, por mi tío Rodolfo.
(*) Nació y vive en Rosario. Su último libro es "Compostura de muñecas" (2003). enviar nota por e-mail | | |