| domingo, 30 de enero de 2005 | De paisajes y hombres Fragmento de uno de los últimos reportajes al poeta, publicado en 1975 en la revista familia cristina "El problema general de los rancheríos pobres que he visto desperdigados por la tierra es el problema profundo del destino humano -dice Juan L. Ortiz-. Me dicen algunos: «su poesía es casi bucólica, está más en la naturaleza que en el hombre». Yo he tratado de aprehender el paisaje en toda su dimensión, pero no hay paisajes sin hombres. Es el hombre lo primero. Y es el hombre pobre, el marginado, el que come poco y sueña mucho, el hombre principal".
Se llama Juan L. Ortiz y tiene 78 años. Usa una gorra vieja, un pulover viejo y un pantalón viejo que le queda grande, añorando la mejor edad del poeta, cuando las piernas fuertes llenaban el paño y caminaban por las orillas de sus ríos y por las serranías verdes de Entre Ríos. Las gentes han olvidado su apellido hace mucho tiempo y, con una cabriola gramatical, unieron su nombre a la inicial. Ahora, casi desde siempre, se llama Juanele, con su puerta abierta a la que entran todos cuantos quieran verlo, jóvenes y adultos deseosos de charlar, de verlo armar sus cigarrillos y colocarlos en una boquilla larga y fina con reminiscencias chinas.
La vida y la palabra Está tomando mate. A su lado, su compañera Gerarda Irazusta, hija de vascos y cuidadora fiel del ensimismamiento de su esposo durante casi cincuenta años. Será ella la que trate de equilibrar a Juanele. Porque Juanele, una vez que comienza, no parará de hablar y saltará de un tema a otro mostrando una sabiduría poco común. No hablará casi de poesía, con ese pudor que tienen los grandes poetas por su propia obra. En determinado momento mencionará a Antonio Machado, refugiado en Soria cuando esa ciudad era un pueblito, dedicado solamente a su poesía y huyendo del ruido y el oropel de las grandes ciudades.
"Nací en Puerto Ruiz, cerca de Gualeguay. Y cuando era joven me fui a Buenos Aires. Pero estuve apenas dos o tres años. Conocí a mucha gente pero me iba escondiendo de ella. Yo fui anarquista y leía los libros de la época. Leía también mucha poesía y el «Libro de los Profetas», un hermoso libro. Yo tenía sentido de justicia; iba a los actos anarquistas; iba mucha gente a los actos y yo me hice amigo de muchos dirigentes, sobre todo de los gráficos de los diarios. No sé si soy anarquista, ¿qué más da? Lo importante es que el sentido de justicia que uno adquiere en su primera juventud, sigue siempre latente, sigue operante en uno mismo. A veces me han criticado por no haber escrito poesía social. Pero es que toda la poesía es social: ahí está el hombre con sus dolores, tratando de encaramarse al cielo pero aferrado a la tierra. Yo recuerdo que estaba en segundo año de bachillerato y discutía sobre la propiedad privada. Un amigo me decía que era necesaria y yo le contestaba: «pero si todo es de todos». En Buenos Aires descubrí al escritor Rafael Barret, un anarquista gran polemista, que se dedicaba a la indagación social. Pero no podía vivir allí, pese a los grandes poetas que eran mis amigos, pese a la cultura que desparramaba Buenos Aires. Me iba al Botánico, al parque Lezama, a Palermo, porque tenía que ver árboles y agua. Cuando la nostalgia de la tierra se me hizo insostenible, entonces me volví a Gualeguay y pedí un puesto público, un puesto cómodo en el Registro Civil para poder dedicarme a la poesía. Sólo viajaba algunas veces a la capital para comprar libros que aquí no había".
Acepta Juanele sus influencias. "Pasé -dice- por el modernismo, no sólo el de Darío porque aquí hubo precursores de esa corriente, como Gutiérrez Nájera". Pero muy pronto abandonó las formas, sobre todo, los sentimientos modernistas para volcarse sobre las raíces de su pueblo, sobre las culturas precolombinas. Se le brillan los ojitos de sus 78 años, se le ponen a brillar las palabras endulzadas por la emoción.
"Un día -cuenta- y lo recordaré siempre, estaba en Buenos Aires, en la casa de Victoria Ocampo. Estaba lo «mejor» de la intelectualidad argentina. Y, por supuesto, se hablaba en francés. Entonces el poeta y gran amigo Rafael Alberti no pudo aguantar y gritó: «¿Por qué no se dejan de hablar en ese idioma de saliva y hablan en español, que es un idioma de hierro y de madera?» Sin embargo el español, que no es un idioma para la poesía, ha tenido una gran poesía popular, quizás porque es el más rico de todos. Todo eso, y las alacraneadas del ambiente artístico, literario, me convencieron. Pudo más la necesidad de la tierra. Por eso abandoné Buenos Aires y me vine a ser un empleado. Pero todo el tiempo libre era para caminar al lado del río, por el campo, para escribir. Tengo un hijo que se llama Evar y una nieta que se llama Claudia. Y, mire usted, yo he viajado por todo el mundo, siempre invitado. He conocido Praga, Madrid, Leningrado, París, Pekín. ¿Sabe cuál es la ciudad más bonita del mundo? Paraná, sin duda alguna Paraná". enviar nota por e-mail | | |