| domingo, 26 de diciembre de 2004 | Un fragmento del texto que ganó el concurso Juan Rulfo Cuentos: Es el realismo Patricio Pron No tiene tarjetas de crédito y su cuenta bancaria está en rojo; el siguiente pago de la universidad donde trabaja sólo tiene lugar en tres semanas. Su boleto de tren está fechado en quince días y en las oficinas de la Gare de l'Est se niegan a adelantarlo o a devolverle el dinero, aunque le anuncian que puede postergar su retorno si lo desea. Esto es exactamente lo contrario de lo que P quiere hacer. P llama a un par de personas que conoce en la ciudad alemana pero éstas se encuentran fuera de la ciudad o no responden el teléfono. Sólo tiene dinero para una cena y un par de cafés por día, que toma luego de pensárselo mucho y cuando ya se encuentra al borde del desfallecimiento. Se esfuerza por disimular su nerviosismo cada vez que pide las llaves en la recepción del hotelito cerca de la estación Maubert Mutualité del metro, en el que las cuentas comienzan a acumularse. Por alguna razón, la zona está llena de desamparados que duermen en las calles y P los observa con interés cuando se apiñan en los umbrales de las tiendas. No puede regresar a la ciudad alemana donde vive porque no tiene dinero para ello -el autostopismo es una actividad poco estimada en Europa y P no conoce sus reglas- pero tampoco puede seguir adelante porque desconoce qué es lo que se encuentra adelante. No le resulta difícil comprender que en algún momento se le acabará del todo el dinero y tendrá que unirse a los cónclaves de desamparados sin tener siquiera la historia de una caída que narrar noche tras noche. Se dice que será el único desamparado de París que oteará las novedades editoriales en los escaparates de las librerías del boulevard Saint Germain, preguntándose al igual que en los últimos años -pero, por fin, con indiferencia- qué lleva a los lectores a escoger esos libros, qué los lleva a morder los burdos anzuelos de una literatura acabada. No es una dulce, romántica pobreza a lo Henry Miller en "Trópico de Cáncer" ni a lo George Orwell en "Sin blanca en París y Londres" lo que experimenta P, sino una amarga desesperación pero también, de forma subterránea, una secreta admiración por la vida, ya que ha viajado a París para deshacerse del pasado y se ha encontrado con que ésta le birlaba el futuro.
P lleva una lista de la gente que escribió sobre París. Es ésta: "Jack Kerouac, Pío Baroja, Charles Dickens, Nicolai Gogol, Henry Miller, Gertrude Stein, Domingo Faustino Sarmiento, Jean Rhys, Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald, Raúl González Tuñón, Vladimir Nabokov, George Orwell, César Vallejo, Enrique Vila-Matas, Walter Benjamin, un montón de franceses".
Mientras todo esto le sucede a P, llega a París un novelista de la ciudad donde éste nació. Se trata de alguien veinte años mayor que él; las diferencias entre su trabajo y el de P son dignas de mención: mientras P se siente cómodo en las formas breves, el novelista prefiere explayarse; ha escrito un libro de quinientas páginas sobre la historia de la inmigración de su familia a fines del siglo XIX que P abandonó criteriosamente en la página veintiocho, lo que comparte, probablemente, con la mayor parte de sus lectores. Sin embargo el libro -que ganó un premio- le ha situado en una posición central en el panorama de las letras locales, quizás porque las novelas largas suelen provocar la impresión en los editores crédulos de que la abundancia de páginas reemplaza lícitamente a la de lectores, por lo que el fracaso comercial de una novela larga, piensa P, es más deseable desde el punto de vista editorial que el éxito de una novela breve. Saber esto no hace feliz a P, de la misma forma en que tampoco le ayuda saber que los premios literarios no son literatura y a menudo ni siquiera se le parecen. P sabe desde aquellos lejanos tiempos en que era un adolescente que leía libros en un barrio pobre de su ciudad natal -alimentado sólo por la esperanza de convertirse alguna vez en un escritor como los que leía- que la literatura no es una carrera de obstáculos, por lo que conocerlos, saber que están allí, no sirve para obtener ventaja alguna respecto del resto de los competidores; por el contrario, ante la convicción de que esos son los obstáculos que una persona debe sortear para convertirse en un escritor auténtico y valioso, en un escritor que tiene algo para decir y que está dispuesto a decirlo incluso aunque no sea lo que el resto quiere escuchar, uno sólo puede darse de bruces contra ellos o abandonar la carrera. Esta dicotomía es, sin embargo, equivocada, puesto que también se pueden ignorar los obstáculos o no verlos en absoluto como obstáculos, que es lo que el novelista ha hecho al solicitar una beca otorgada por una fundación extranjera para documentarse en París acerca de la estancia en esa ciudad de un prócer de su país; el prócer tuvo una amante que al parecer le escribía cartas encendidas de pasión que un coleccionista privado ha donado un par de años atrás a la Bibliothèque Nationale de France, por lo que un jurado prestigioso e imparcial -constituido, entre otros, por dos amigos del novelista- le ha otorgado la beca para revisar los documentos con vistas a escribir una novela histórica.
Nuestro novelista, por otra parte, ha leído un par de libros de P y estima con ciertas reservas su trabajo, al que juzga inmaduro, entendiéndose por madurez la aceptación de las propias limitaciones, que en el caso de un escritor le llevan a aceptar el nicho que se le otorga en el panteón literario de su tiempo. Nuestro novelista no piensa mucho en P, pero una serie de acontecimientos llevan a que sepa que también se encuentra en París: P ha llamado a sus padres por cobro revertido y la operadora les ha preguntado si deseaban aceptar una llamada desde París, luego su padre ha abierto la boca en la oficina donde trabaja con una vieja novia de P y ésta a su vez se lo ha contado al novelista, del que es amiga. Nuestro novelista piensa que P -al ser también escritor, provenir de la misma ciudad y encontrarse por casualidad al mismo tiempo en París- se alegrará de verlo y podrán hablar de literatura y de los colegas de la ciudad en la que ambos nacieron de esa forma en que hablan los escritores de otros escritores y que sólo aquellas personas que no son crédulas pueden interpretar como lo que realmente es: el ruido que producen los engranajes del rencor, que impulsan tantas carreras literarias. Nuestro novelista considera que jóvenes como P son necesarios para construir una sociedad mejor. Nuestro novelista es también un alma ingenua.
Entre todas las historias del país que P abandonó, una le viene a la mente con particular frecuencia mientras camina por París. Una vez, en Buenos Aires, P se encontró con Juan José Saer. Saer iba a hablar sobre algún tema ridículo, la función del escritor o algo así, y el periódico en el que P trabajaba le envió; mientras se encontraba en la cola para entrar, P notó que el propio Saer estaba a su lado, esperando también, y comenzó a pensar en qué decirle: primero pensó en presentarse y decirle que le gustaban sus libros, pero esto no hubiese sido totalmente cierto debido a que algunos de ellos no le habían gustado; después pensó en decirle que sólo le habían gustado algunos de sus libros, pero esto hubiese sido descortés de su parte porque a ningún escritor le agrada saber que sus libros no han gustado a un lector e incluso porque, así como la frase estaba construída en su cabeza, Saer podría haber pensado que los libros que no le habían gustado a P eran la mayoría de los que había escrito; finalmente, P pensó en presentarse simplemente, pero no vió qué interés podía tener Saer en conocerlo. Estaba tratando de decidir qué decirle, envuelto en una multitud de pensamientos, cuando Saer, llevándose la mano al pelo o a las gafas con un gesto enérgico y nervioso, le dió tan tremenda cachetada que hizo volar sus propias gafas por los aires. P se puso a buscarlas entre los pies de la gente tan pronto como se recuperó de la sorpresa y no escuchó si Saer se disculpaba, pero, cuando volvió a ponerse de pie, por fin con las gafas puestas, Saer ya había entrado al sitio donde iba a tener lugar la conferencia; se fue rápidamente cuando terminó y P nunca pudo saber si se había dado cuenta de la cachetada que le había dado o no. Mientras camina por París, P piensa que es curioso que las cosas hayan tenido lugar de esa manera, ya que Saer es un escritor realista y él uno fantástico; es Saer quien tendría que haberse dado cuenta del golpe debido al hecho de que los escritores realistas tienden a prestar mucha más atención a la realidad que los escritores fantásticos, piensa P mientras camina por París y entonces llega a la conclusión, mientras camina por París, de que por las mismas razones es él quien ha golpeado sin saberlo a Saer, o, mejor aún, que la escena no ha tenido lugar, que es la fantasía de un escritor fantástico en la que aparece un escritor realista, ambos en el sitio que les corresponde, de lo que P se felicita mientras camina por París. enviar nota por e-mail | | Fotos | | |