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 miércoles, 22 de diciembre de 2004  
Editorial
Buenos y malos policías

Una de las principales demandas de la sociedad argentina, junto con el unánime reclamo de trabajo, es la de mayor seguridad. La crisis económica, se sabe, ha disparado el delito a niveles desconocidos hasta ahora en la República y el desafío es tanto erradicar sus causas sociales como detectar y castigar a sus ejecutores concretos. Para cumplir este último objetivo con celeridad y eficiencia resulta necesaria, hoy más que nunca, la presencia de una fuerza policial que se encuentre a la altura de las circunstancias. Y en función de ello, entre otras razones mucho más puntuales, es que debe considerarse como justa y ejemplar la condena a ocho agentes que revistaban en la comisaría 12ª de esta ciudad, quienes se aprovechaban de su condición para extorsionar de manera sistemática a los vecinos del barrio Ludueña.

La historia es tan sencilla como previsible: escudándose en su uniforme, los delincuentes -de esto se trata, según el juez- exigían sumas que iban de los cien a los dos mil pesos a cambio de la desactivación de sumarios, conceder la libertad a una persona o simplemente no llevar preso a alguien a partir de una causa mínima, muchas veces "fabricada" por ellos mismos. Las penas a las que fueron condenados llegan hasta los ocho años de prisión.

El primer paso para que la ciudadanía recupere definitivamente la confianza en la policía -tan deteriorada a partir de los años de la dictadura, donde la ley se transformó en una entelequia- es extirpar del seno de la fuerza a todos aquellos elementos que contribuyan a desacreditarla. En este caso, cuando se está aludiendo a la comisión de delitos tales como extorsión, privación ilegítima de la libertad, amenazas, falsificación de documento público y chantaje los comentarios ulteriores pecan de obviedad. La pregunta que subyace es cómo sus autores no fueron detectados con antelación y por qué hubo que esperar a que los vecinos, hartos, radicaran distintas denuncias para que la verdad saliera finalmente a la luz.

Se torna evidente que los mecanismos internos de supervisión y contralor distan de exhibir la eficiencia deseable. Y eso es motivo de preocupación.

El duro trabajo de los agentes policiales incluye fuertes dosis de abnegación, que llega incluso hasta la pérdida del bien más valioso -la vida- en acciones cumplidas en beneficio de sus semejantes. Es una pena que quienes sin duda constituyen una minoría dentro de la fuerza -los malos policías- manchen con su actitud a quienes muchas veces merecen ser incluidos en la categoría de ejemplo. Urge aceitar los mecanismos para que casos como el descripto se extingan.
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