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 domingo, 07 de noviembre de 2004  
[Reedición] Vuelve "Prostitución y rufianismo"
El mundo del quilombo
El libro que descubrió la historia oculta de Pichincha regresa en una edición corregida y aumentada. Aquí se publica un fragmento

Héctor Nicolás Zinni y Rafael Oscar Ielpi

De pronto algo comienza a cambiar en el barrio, que se llena de chatas con estibas de ladrillos, peones, albañiles, maestros de obra, mosaístas, plomeros, carpinteros, vidrieros y electricistas. Al correrse la voz, se sabe al fin que inflexibles ordenanzas municipales determinan un nuevo radio para los quilombos. ¡No más patear hasta la cuarta para buscar el goce de caricias femeninas! Ahora estarán más a mano de los gandules de extramuros, de las gentes del pueblo de Alberdi, de los quinteros y chacareros suburbanos y de la muchedumbre que desembarca diariamente en Sunchales. Los marineros que viajen en tranvía y los señorones del centro ¡qué importa, si tienen vehículos propios con cochero y todo! Con premura, la municipalidad instala una iluminación profusa y de primera calidad que da a la zona la característica de una enorme feria de atracciones.

"-En aquellos años era una luz a carbón la que se extendía a lo largo de la calle Salta. No sé si servían para ello los antiguos faroles de gas readaptados a la nueva modalidad, pero lo cierto es que dentro de los artefactos estaban colocados dos carbones que, al tocarse, producían una iluminación bastante clara. El mismo sistema de los proyectores de cine. El farolero, una vez que los carbones se gastaban o se rompían, venía a cambiarlos.

-Vale decir que los faroleros no se extinguieron con la llegada de la luz eléctrica.

-Primitivamente, los faroleros recorrieron la ciudad con su escalera y su antorcha encendiendo los faroles de velas de sebo. Después, cuando llegó el gas, iban con escalera y yesquero. Al advenir la electricidad y antes de que existieran las lamparitas la función del farolero no fue el encendido en sí, sino la atención de los carbones que se regulaban a medida que se iban gastando y después se cambiaban. Los muchachos recogíamos los pedazos que eran el doble de gruesos que un lápiz y escribíamos en las paredes. Ensuciábamos los frentes..." (1).

En un abrir y cerrar de ojos se levantan flamantes construcciones por Suipacha, Pichincha, Jujuy, Brown, Güemes, contrastando con los antiguos boliches que, respetados por los artilleros de Lamas, resultan ahora negocios florecientes con clientes jamás vistos que vacían las estanterías apenas acomodadas y obligan a los propietarios a la habilitación de los olvidados sótanos para almacenaje. Es entonces cuando el rectángulo comprendido entre las calles Güemes, La Plata, Salta y Suipacha se puebla de un extraño parloteo que trasciende los límites de la lengua criolla. El barrio se internacionaliza, tomando el nombre de su calle principal, Pichincha, la arteria que signará casi veinte años en la historia escandalosa, prohibida e ignorada de la ciudad.

"-La zona era mundial. Yo vivía en Rioja entre Laprida y Buenos Aires. Cuando después del trabajo nos reuníamos con los muchachos a charlar en la esquina pasaban por ahí muchos marinos ingleses, franceses, alemanes y suecos. Cuando se acercaban, la única palabra en castellano que decían era Pichinchou, y como por allí pasaba el tranvía 1 y el 5, nosotros les decíamos por señas que éste o el otro los llevaban hasta Pichincha. Les dejaban cigarrillos rubios a los muchachos. A la tarde solía haber un acoplado en esos tranvías, que costaba 5 centavos el boleto. El común valía 10 centavos" (2).

"-El movimiento empezaba a sentirse entre las 8 y media y 9 de la noche. A las 10, se acentuaba aún más. Yo me acuerdo por ejemplo la enorme cantidad de gente que desembarcaba del tranvía número 5. Desde las 10 a las 12 de la noche, era un enjambre: parecían racimos de uvas y por poco no venían subidos arriba del techo. En Salta y Pichincha se vaciaba el tranvía. Así todas las noches del año. Un ir y venir de gente que, francamente, impresionaba..." (3).

Venidas de todas partes, mujeres del oficio, ingredientes para una mitología que aún subsiste, pueblan los quilombos de Pichincha:

"-Las mujeres eran francesas, españolas, polacas, rusas, qué sé yo. Había de todo pelo. Un amigo mío, Lulú, tenía una española y después tuvo una rusa: la española era una tipa grandota, me acuerdo, muy buena moza" (4).

"-Efectivamente, las había polacas, judías, francesas y, en menor cuantía figuraban las criollas, que estaban en los prostíbulos de a peso, compartiendo sus trabajos con polacas viejas que gastaban ya sus últimas energías" (5).

"-¿Cuál era la mayor cantidad de mujeres en cuanto a nacionalidad, ¿francesas? ¿polacas?

-No, argentinas.

-En total, sí.

-¿Ahí? ¿En Pichincha eran argentinas la mayoría?

-¿Y después polacas?

-Francesas" (6).

No es raro el desconcierto en la época y aún a través de los años cuando se trata de cristalizar la brumosa fauna de Pichincha: es que muchas argentinas adoptan apodos franceses para hacerse más cotizadas y apetecibles, como el caso de la famosa Madame Georgette, una chilena cuyo nombre real era María Peña López. Y ya que por nombres andamos, al revés de lo que había sucedido en la sección cuarta, donde los quilombos carecían de nomenclatura formal, en Pichincha un sinnúmero de denominadores distintos orienta a la clientela. Así, en Suipacha entre Salta y Jujuy, el Marconi, Royal y Torino (luego el Gato Negro), de dos y un peso respectivamente, signan además el límite oeste del flamante barrio prostibulario.

"-El famoso Gato Negro estaba en la calle Suipacha, junto con el Royal y el Marconi, quilombo éste al que se lo conocía también como Carlos Drago, que era el nombre del dueño y que al morir siguió regenteando la mujer: la Gringa Aída.

-Vive todavía, creo. La encontré vez pasada en una granja y me dice: •¡Pero vos siempre estás lo mismo!' Le digo: «Sí, lo mismo, pero siempre seco. ¿Por qué no me das un poquito?» Y ella: «¡Siempre el mismo!», y se cagaba de risa. La casa es de ella, donde vive, en Ricchieri entre Salta y Jujuy. Solía llevar las nietas a la iglesia.

-El Gato Negro tenía una estufa así grande, adentro de la sala, donde una vez unos agarraron a una mina y la quisieran meter adentro..." (7).

"-Claro: antes la calefacción era a leña. Había una caldera que daba calor a todo el ambiente.

-Nos dijeron que tenía como distintivo un gato en actitud de saltar: ¿dónde estaba ubicado?

-En la pared, al frente" (8).

-En la misma vereda de Suipacha, entre Salta y Jujuy, estaban el Carlos Drago (Marconi), el Royal y el Torino, en fila, y enfrente estaba en ese entonces el dispensario. Al Carlos Drago me acuerdo que le instalé una estufa a leña, con una chimenea para arriba, en medio del salón.

-¿Usted trabajaba en eso?

-Yo trabajaba con mi hermano como fabricantes de cocinas económicas. La fábrica la teníamos entre avenida Francia y Vera Mujica, por calle Salta" (9).

"-El Marconi estaba aquí, al 152 de Suipacha: vea qué hermoso taller mecánico que han puesto...

-Ese letrero que estamos viendo pintado en la pared dentro de ese conventillo y donde aún puede leerse Café Royal 0.20 centavos, debe tener más cuarenta años, ¿no le parece?

-En efecto, alcanza a leerse una lista de precios que el tiempo no borró del todo, seguramente por la protección que le hace ese techo corredizo de vidrio. Este era el prostíbulo de León Duckler, un ruso peleador. Aquí, a la entrada, las mayólicas famosas están intactas" (10).

"-El mejor era el Marconi, donde solían trabajar hasta treinta mujeres dobladas: dos en cada pieza. Cuando entraba una, salía la otra?" (11).

"-Por Güemes, entre Pichincha y Suipacha, estaba el Trípoli Italiano, alrededor de 1919. Duró muy poco, pero estuvo.

-¿De cuál otro se acuerda?

-Del Marconi, que le decían Carlos Drago, porque así se llamaba el dueño. Después venía el Royal y al lado el Torino, que lo regenteaba Doña Anita" (12).

"-Bueno, yo he conocido los prostíbulos, que también se llamaban cafés, como funcionario policial, en las inspecciones habituales. Recuerdo que en el Carlos Drago se suicidó una mujer que le decían Milonguita. Cuando las compañeras del prostíbulo sacaban el féretro a la calle donde esperaba la carroza fúnebre tirada por caballos, en el piano eléctrico tocaban «Milonguita», el tango. La dueña era la Gringa Aída, una gringa grandota, media maleva" (13).


Notas:
(1) Nicolás Juan Zinni.

(2) Sabatino Paletta.

(3) Nicolás Juan Zinni.

(4) Ricardo Sequalino.

(5) Wladimir C. Mikielevich.

(6) "Satanás" y Jorge Ordóñez.

(7) Hugo Ibarra y Carmelo Moles.

(8) "Satanás" y Jorge Ordóñez.

(9) Ricardo Sequalino.

(10) Wladimir C. Mikielevich.

(11) Jorge Ordóñez.

(12) Pedro Duarte y Wladimir C. Mikielevich.

(13) Sabatino Paletta.
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Una postal de los años "de oro" de Pichincha.

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