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 domingo, 07 de noviembre de 2004  
[Anticipo] El libro que ganó el concurso II Congreso de la Lengua
Cuento de navidad
Homo sapiens publica "Cuentos de aqui y de alla". Aqui se ofrece uno de sus relatos

María Laura Frucella

Cristina trabajaba, comía, dormía como cualquiera. Un día cayó. Sintió deslizarse en una red de haces de pensamientos dislocados, vertiginosos, horrendos, fascinantes, sobrenaturales. Nada es susceptible de relato, desde entonces. Sólo la caída, una súbita inmersión en la brea sofocante de pensamientos que no vienen de adentro, no vienen de la cabeza. Son disparos virtuales, se les ve la traza, la estela queda dibujada en el aire como sogas luminosas enredadas en torno al cuello.

Pero hoy es veinticuatro de diciembre, y Cristina va subiendo los peldaños del metro uno a uno, junta un pie con el otro, porque hace mucho que no sube escaleras, y hace mucho que no lleva bolsos y que no camina por la calle. Sube juntando un pie con el otro y así demora un poco el momento de llegar arriba.

Cada año para estas fechas, un buen número de internos marchan por unos días, una semana como máximo, recogidos por sus familiares. Pero Cristina no tiene familiares, se esfumaron en una niebla formada en el espacio que media entre su cabeza y la realidad. Se esfumaron. No hay modo de decir si murieron, emigraron o simplemente se olvidaron de ella. Tan sólo cerraron los párpados, así se lo explica Cristina, en una imagen única, la de un par de ojos que se cierran, sin preguntas, sin dar excusas. No sabe bien si son los ojos suyos o los de ellos, pero una y otra vez vienen esos ojos a su mente cada vez que piensa en sus hermanas, sus padres, sus amigos.

Hay algo cierto, y Cristina lo sabe: desde la caída no piensa como antes. Las cosas se le aparecen en simultaneidad, su pensamiento no concibe las ideas de causa y consecuencia, de antes y después, se ha olvidado también de las diferencias, comer o no comer, hablar-callar, frío-calor, cosas y seres queridos, sufrimiento, miedo, alegría. Todo eso no significa nada para ella, y no ha sentido su necesidad durante estos seis años.

Pero el lunes antes del desayuno mirando por la ventana, ha sentido la extraña presencia de un recuerdo: la imagen de una calle en navidad, y al sentirla en su pensamiento se ha enroscado alrededor de ella, se ha aferrado y la cuida como a un cachorro recién nacido. Desde entonces ve surgir ideas, son fichas de dominó caídas que se van rearmando en un movimiento idéntico e inverso a una reacción en cadena. Una de ellas comanda todo: salir. Irse. Dejar atrás ese lugar que ya no es ni confortable ni incómodo, no, es cruel, sofocante y espantoso como una tumba para un vivo.

Cristina ha percibido desde entonces la necesidad de no separarse ni por un instante de la imagen de la calle, las lucecitas de colores en los pinos, la gente trajinando con paquetes, la música edulcorada sonando por todas partes. Quiere estar allí, a cualquier precio, es necesario rehabilitar el pensamiento, ponerlo en la perspectiva de lo que quiere conseguir. Para ello hay una primera acción a realizar: desprenderse de las pastillas.

Durante estos años, Cristina las ha tomado dócilmente. No le molestaban, las aceptaba como se acepta una frazada en invierno. Las pastillas son para facilitar la vida, seguramente; las tomaba con esa convicción ni siquiera formulada. Una buena chica tragando sin problemas las pastillas y ahorrando trabajo a los enfermeros, tanto que ha sido suficiente darle la orden para que ella misma se las llevara a la boca acompañándolas con un trago de agua. Acostumbrados a los rebeldes de siempre, el momento de las pastillas con Cristina no era ni siquiera una vaga molestia, llegaron incluso a olvidarse algunas veces, pero Cristina obraba como un diseño programado, solita iba con su mano ahuecada hacia arriba y ese gesto les hacía recordar que era su hora de medicamentos. Esa actitud los ha confundido: piensan que Cristina es una dulce muchacha que desea granjearse el cariño de todos. Así es como de a poco la han ido tratando como se trata al bueno en una clase de escuela, el niño bueno y aplicado que es también el más inteligente, o no lo es pero conviene que lo sea a los ojos del resto, pues para qué serviría la inteligencia sino para facilitar las cosas.

Ahora, Cristina sabe que si quiere volver a pisar alguna vez la calle de su imaginación deberá evitar las pastillas. No le ha sido difícil: unas veces se abstuvo de pedirlas con mano mendicante, otras simuló tomarlas -nadie ponía cuidado en verificar si verdaderamente las tragaba-. No le ha sido difícil, pero ella ha intuido desde el principio que su imagen querida debería ser su fuerte compañía, su férrea tabla salvadora cuando se hicieran presentes los primeros anuncios del fin de su plácido letargo. Ha sido en silencio la más aterrada bella durmiente, la realidad la fue besando seca, hosca, halitosamente. Ha recordado de a poco todo aquello que se había complacido en olvidar, y más de una vez ha sentido la tentación de dar marcha atrás. Ha visualizado rostros amados, gestos, expresiones; se percibe traspasada por un cordón de espesísima amargura a través del cual sus largos años de encierro cobran pleno sentido. Ha revivido uno a uno los días de su tragedia, los anteriores, los siguientes y sobre todo, una y otra vez, el momento fulgurante del abismo, la caída, el horror.

Una línea de luz roja que se curva en espiral envolvente como una cáscara de naranja quitada entera del principio al fin; la luz rodea un pino, un arbusto, tal vez un falso muñeco de nieve. Cristina se ha sostenido sólo a fuerza de invocar la visión y el deseo de alcanzarla. Sólo ella, lento barco esparciendo luz en aguas de una lobreguez inconmensurable. Ella solamente, hecha de luces, veredas amadas desde otros tiempos, amadas y olvidadas y recobradas ahora.

Desde hace una semana, temiendo que alguien la percibiera distinta, se ha consagrado a la tarea de imitarse a sí misma, Cristina-enferma psiquiátrica-mansa-dulce-no trae problemas. Nota una leve transformación en las conductas del personal, especie de indulgencia navideña alimentada por la perspectiva de unos días de vacaciones, alegría del alejamiento que guarda directa proporción con el malhumor con que tratarán a los internos a la vuelta de las fiestas.

Ha sido necesario proceder como nunca lo hubiera hecho. Ha encontrado dinero en los bolsos de cuidadores y familiares que iban de visita, robó ropas, zapatos, comida. Ha buscado desesperadamente su documento de identidad, pudo haberlo pedido a las enfermeras pero temía levantar sospechas. Lo ha buscado en vano, tal vez ya no existe, tal vez sea mejor así.

Ayer, Cristina se ha despedido de lo que ha sido su hogar durante años. Por última vez, ha asomado la cabeza a través de la ventana y ha sentido el mar penetrando por las vetas saladas de la noche, al tiempo que un profundo deseo de agua, de aire y ciudad la ha recorrido de la cabeza a los pies. Por aquí, por su ventana de tantos años, se ha escapado.

Ha esperado a que todos duerman. De puntillas, cargada de bolsos, con los zapatos en la mano, tanteando en la oscuridad, atravesando el silencio que es un leve cristal que no debe romperse. Pasa primero los bolsos del otro lado de la ventana, luego los zapatos, después una pierna y luego la otra.

La hierba.

La hierba debajo de sus pies es un bullir de peces, el aire fresco está mezclado de luces tenues que apenas encienden el camino. Camina con pies nuevos, a su espalda se quedan los seis años, ya son casi trescientos metros los que la separan de sus años de encierro. Ante sus ojos se rasga un enjambre de caminos, Cristina enloquece de posibilidades, sube, atraviesa, baja, entra en un sueño de arañas lúcidas hasta que una cinta la transporta a una oscura estación de subterráneos, y paga un billete, y entra.

No duda en elegir el tren que la llevará a su sitio amado. La conduce una fuerza sabia y confiada, serenamente se deja arrastrar por senderos seguros. Sale del vagón y al poner los pies en tierra firme el tren es una ola en retirada que la deja en la arena confundida, perpleja, no sabe hacia dónde ir, comienza a andar lento, muy lento. Oye la música; ha elegido bien.

La escalera se abre en un muelle huracanado, muy despacio sube cada peldaño juntando un pie con el otro. Demora el momento de entregarse, siente un calor untuoso en las piernas y ya la música crece con voracidad, luminosa, espigada, efervescente, y se derrama y la abraza en un vértigo ascendente, una hélice la arranca del subsuelo y la coloca en la calle nueva, nacida, viva.
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