| domingo, 29 de agosto de 2004 | Para beber Aromas de Oporto Gabriela Gasparini A veces, a los factores naturales con los que necesita contar un vino para que florezca su espíritu extraordinario (sol, agua, tierra) los ayuda la trama de la historia que de forma involuntaria puede convertir en estrella a un caldo que hasta ese momento no había soñado siquiera en cruzar la frontera que lo separaba del resto del continente. Eso fue, más o menos, lo que pasó con el Oporto. La región del Duero, al noreste de Portugal, es una zona que cuenta con las condiciones ideales para que las uvas se desarrollen como Dios manda. Crecen a una altura de hasta 700 metros en declives escarpados, trabajados en forma de terrazas, sobre suelo de pizarra. Todo era muy tranquilo en los viñedos hasta que en 1667 debido a los conflictos que la corona británica mantenía con Francia, decidió no importar más sus claretes de Burdeos ni ningún otro pío galo. A los comerciantes londinenses no les quedó más opción que buscar una alternativa viable para evitar lo que parecía iba a convertirse en una debacle alcohólica, y el vino del pequeño país de la península resultó una buena salida.
Cuentan que dos comerciantes visitaron un monasterio en Lamego donde les ofrecieron un vino de Pinhao, más suave y dulce que la mayoría de los tintos de aquella época. El sacerdote les explicó que durante la fermentación le agregaban brandy que lo convertía en algo decididamente compatible con las preferencias inglesas, o sea, era justo lo que estaban buscando.
En 1703 se firmó entre Portugal e Inglaterra el tratado de Methuen, donde ambos países se comprometían a otorgarse diferentes beneficios comerciales. Los privilegiados fueron la lana y los vinos. Pero este acuerdo tuvo su lado oscuro: no todas las empresas encaraban la elaboración de los caldos con la misma seriedad y la calidad se deterioraba cada vez más, por lo que los importadores comenzaron a negarse a comprar lo que les ofrecían. Para revertir la situación, el rey José I le encargó al marqués de Pombal que se ocupara de crear las normas necesarias para que el Oporto volviera a sus tiempos de gloria, de hecho fue el primer vino reglamentado del mundo. Esto marcó el retorno a los tiempos de esplendor.
Siete son la cepas recomendadas a la hora de la elaboración: Touriga Nacional, Touriga Francesa, Tinta Roriz, Tinta Barroca y Tinto Cao, Tinta Amarela y Mourisco. La vendimia suele comenzar entre mediados de septiembre y mediados de octubre, cuando las uvas tienen un potencial de alcohol de entre 12 y 14 grados. En la elaboración hay tres fases importantes: la prensa de las uvas, la fermentación de la uva prensada y el refuerzo con el brandy. Pero la más importante es la fermentación y maceración, pues al fermentar (lo que dura 48 horas como máximo) se desprenden aromas, colorantes y taninos.
Tradicionalmente se maceraba en lagares, recipientes de piedra abiertos, bajos y anchos. En comparación con el depósito, la superficie es mucho mayor lo que aumenta el contacto entre las pieles de la uva y el jugo, al tiempo que limita la temperatura de fermentación. Además, en los lagares la uva se pisa con los pies que es la forma ideal de prensado, pero sólo algunos continúan implementando este método ya que por razones de costos se ha impuesto la maceración en depósitos. Una vez que el vino, después de un día y medio o dos, está medio fermentado se mezcla cuidadosamente con un brandy joven, de sabor neutro de 77 grados. Al alcanzar así los 20 grados de alcohol la fermentación se detiene y el Oporto conserva su dulzor natural.
A partir de enero el vino se lleva desde el valle del Duero a Vila Nova de Gaia, donde están las bodegas comerciales. Allí se decide qué se hará con ellos; según su carácter se elaborarán de diferente manera y envejecerán más o menos tiempo. El Oporto puede envejecer durante decenios adquiriendo una extraordinaria variedad e intensidad de aromas. enviar nota por e-mail | | |