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 domingo, 15 de agosto de 2004 edición especial

candi
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-Continúe con el diálogo que tuvo el jueves por la tarde con ese señor en el Parque España, Candi ¿Cómo continuó la charla?

-Admito que a veces se me han cruzado ideas inconfesables por mi mente y que sólo las disipó el amor que tengo por mis dos hijos -dijo mi inesperado interlocutor-. ¡¿Cómo podría añadirle a la lucha que libran en esta vida un episodio que podría ser letal psicológicamente hablando?! ¡¿Cómo podría yo cargar sobre las espaldas de mi esposa un peso tan grande?! Sería injusto que pusiera en acción ideas que me asaltan en ocasiones.

-Celebro que piense usted así -le respondí, comprendiendo a que ideas se refería-. Pero seguramente habría más para celebrar si usted alejara de su mente no sólo esas ideas inconfesables, sino aquellas menos inconfesables y diera lugar a pensamientos dignos de ser confesados.

-¿Ah si? -me respondió con una sonrisa irónica en la que preanunciaba toda la batería de razones que me iba a enrostrar y que le impedían concretar lo que yo sugería-.

-Exacto -contesté rápidamente adelantándome a la contundencia de sus argumentos-. debe usted erradicar toda esa angustia que lo abate, esa depresión que lo inmoviliza. Sé que no es nada fácil, pero sé que no es imposible. Ser un profesional desocupado, haber perdido muchos bienes materiales, tener a sus dos hijos en otro continente y además tener que aceptar que su esposa sale a trabajar cada día para poder comer no es un escenario halagüeño. Sin embargo -añadí sin saber que cosa me impulsaba a ese discurso, Inocencio, porque jamás me gustó hablar demasiado- en ese escenario, mezcladas con esa aflicción, hay cosas maravillosas que debe usted rescatar y proteger por el amor que les tiene. Veo que tiene usted muchos problemas, pero veo también que tiene muchas razones de valor para terminar con todos esos problemas.

-Sí, lo entiendo, respondió asintiendo con la cabeza. Mis hijos, mi esposa

-Y usted mismo. Ya sé lo que está pensando -otra vez me adelanté a la pregunta que vendría cargada con cierto reproche-. ¿Cómo se logra? Pues le diré que comenzando a comprender que tiene usted fuerzas más que suficientes para derrotar a esos monstruos que ahora no lo dejan vivir por culpa de...

-De estos..., como llamarles..., hampones de guante blanco que dejaron al país en ruinas, devastado y a nosotros y a nuestros hijos llorando.

-Pero ¿nos daremos por vencidos ante la adversidad mi amigo? Eso jamás, comprenda que usted tiene fuerzas para resistir y aún para salir adelante y debe despertar a esa fuerza hoy dormida para que haga lo que debe hacer, lo que ya hizo, estoy seguro, en otros momentos de su vida. Recuerde sus logros, pues todos hemos tenido logros y aun cuando pequeños no han dejado de ser "nuestros logros". Recuerde su empeñoso trabajo, sus firmes convicciones para alcanzar esos propósitos. ¿Cómo despertará a su fuerza? Con el amor, el amor por sus hijos, por su esposa y por usted mismo. El amor por esta creación maravillosa. Usted lo ha dicho cuando comenzamos la charla mientras miraba y admiraba el paisaje fluvial: hay cosas maravillosas en el mundo. Ya ve -añadí- no he caído en el lugar común de contarle una historia desgarradora para hacerle ver que hay seres humanos con dificultades mucho más serias en este preciso momento y a pocas cuadras de aquí. Los problemas no deben evaluarse por la magnitud de los mismos, sino por la fortaleza de quienes los cargan y advierto que sus fuerzas están venidas a menos. Pero su amor -remarqué- está intacto. Deje que él actúe, permita que espante a esos fantasmas que hoy lo torturan.

-Me levanté del asiento y le extendí la mano. El sonrió y me extendió la suya. Me sentí avergonzado cuando me dijo "gracias". ¿Por qué, si yo no había hecho más que escucharlo? Volví caminando hasta mi casa con un dolor a cuestas, como siempre. Un dolor que sacude mente y espíritu por tantas injusticias que andan danzantes sometiendo a seres humanos. Pero entendí que ese dolor, que todos tenemos por tantas lágrimas argentinas, es el suelo donde está enterrada la semilla de un compromiso que nos una para vivir con menos aflicciones.

Candi II
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