| domingo, 30 de mayo de 2004 | Rosario desconocida: Los muros del tiempo José Mario Bonacci (*) El hombre toma posesión de un lugar limitándolo y crea así su propio universo. La ciudad se levanta buscando el cielo y la densificación se efectiviza según la disposición de los muros que conforman espacios donde se desarrolla la vida. Planos verticales que se cortan entre sí, se intersectan, se unen, se contraponen. Casi siempre rectos, algunas veces curvos. Sucesión y suma, aporte y armado, la ciudad se multiplica sin detenerse y el hombre se apropia de los espacios encerrándolos con sus paredes.
Recorrer la ciudad es convivir con las paredes que marcan con exactitud las diversas sendas que estructuran los actos diarios del ciudadano: de un lado la calle, hacia adentro la intimidad. Aquí la recepción, allí lo estrictamente privado. Espacios principales y servicios están relacionados y calificados por paredes. Se vive dialogando con paredes, que son respaldo de cuanto nos rodea.
El clima ciudadano se abona y alimenta en el mundo de las paredes. Las que conforman el espacio de la calle hablan sobre sus destinos a quienes las contemplan: una casa, un comercio, un templo... Son las que cuentan de manera especial qué es lo que la ciudad quiere ser, sus condiciones funcionales, qué estrato social integra el dueño de cada parcela en la que paredes asociadas con paredes determinan a la arquitectura y a su condición.
Las paredes transmiten estados humanos. Algunas hablan del egoísmo, otras de frivolidades y muchas naufragan en la soberbia, se debaten en la pereza o denuncian la muerte de la imaginación. Generalmente son entrañables aquellas humildes, sensibles, francas como el agua fresca. Las interiores están por años en el ostracismo, colaborando desde atrás y sólo se muestran a la luz cuando llega la muerte. Pura paradoja.
Por años se transitan las calles limitadas por los frentes, imaginando mundos interiores sólo visibles cuando los hacemos nuestros. La ciudad también denuncia la devastación. Huecos urbanos vacíos. Pedazos de ciudad ausentes, paralizados. Una casa muere y esas paredes hablan con el último aliento y cuentan cosas convirtiéndose en un plano vertical de la construcción marcado en sus medianeras como una suerte de grito lascerante que se niega a desprenderse de un último soplo de vida.
Una demolición convierte a sus paredes limítrofes en depositarias del mensaje final. Paredes cada tantos metros marcan dónde estaban los cuartos, una línea inclinada dice que por allí subía una escalera. Cuartos más chicos estaban destinados al servicio. Un paño suspendido en el vacío con piezas azulejadas nos dice que allí estaba el baño, y si esos azulejos se rodean de un sector ensombrecido se sabrá que en la cocina a siete metros de altura se reunía la familia.
Pero un manchón más oscuro estará indicando que la chimenea se ocupaba de hacer más confortable el ambiente. Algunas figuras pegadas a la pared es lo único que ha quedado del cuarto de los niños. Un gran rectángulo amarillento y con manchas verde-musgo estará hablando del patio y de cómo lo castigaba la lluvia. Ornamentaciones, molduras, guardas y grecas marcan el sentido de decoraciones que ya no están en uso. Un rectángulo lleno de perfiles en negro dirá que allí algún artesano ordenaba sus herramientas y practicaba su habilidad manual en algún hobby, o reparaba los artefactos del hogar cuando se resistían a funcionar.
Viejas pinturas barroquizadas por detalles florales o golpes de color desteñidos por el tiempo completan la imagen de ese final sin retorno. No hace falta señalar direcciones. Caminando simplemente se encuentran estos rincones urbanos que cuentan su pasado a la espera de nuevos destinos.
Las más antiguas Este es el caso de Sarmiento al 900, y de otros sitios dispersos. Algunos denuncian su edad con exactitud, como el simple ejemplo de Sarmiento 1179 y su friso superior que reza "1895" en un frente cargando cicatrices de intervenciones no pensadas y un desgaste de ciento nueve años, que además informa sobre el ser contemporáneo junto con la Municipalidad histórica de 1896, con la catedral de 1887, con los Tribunales viejos de 1890, con el Pasaje Pam de 1899, con el edificio Santa Inés de San Juan y Maipú de 1896, con el pórtico del cementerio El Salvador y con el Liceo Avellaneda, y con otros varios que se han proyectado ya en la realidad de tres siglos continuados con el orgullo de exhibir sus paredes entre las más antiguas de la ciudad.
El juego es definitivo e interminable. Ciudad y paredes. Muros y mensajes. Recónditos, pudorosos, casi ocultos o exhibiéndose sin complejos en el tráfago de las calles con la esperanza del descubrimiento.
Signos urbanos inagotables que aseguran a quienes se avengan a frecuentarlos capítulos que involucran a momentos de la ciudad y a nuestra propia historia, transcurridos por caminos que recorren territorios en la dimensión de los muros del tiempo.
(*)Arquitecto
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