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 domingo, 30 de mayo de 2004

Interiores: Veinte minutos

Jorge Besso

Según las crónicas 20 minutos fue el tiempo que tuvo que esperar el príncipe de Asturias en el altar y sin la compañía de la madrina, a la sazón su madre, para que apareciera por la catedral de la Almudena su futura esposa y se iniciara el tramo final de la metamorfosis que convertiría a una periodista en princesa.

Desconozco los alcances de la metamorfosis, es decir no sé si acaso la transformación llega hasta la anatomía y la fisiología de un cuerpo, que al entrar en una catedral todavía pertenecía a la inmensa mayoría de los cuerpos plebeyos, y que un rato después sale convertido en un cuerpo real. Más que nada porque tampoco conozco los cuerpos reales, me refiero a los de la realeza, y por lo tanto desconozco si se bañan o son bañados y todo ese tipo de cosas que suceden en los baños.

Hacía aproximadamente un siglo que se esperaba una boda real en España, y tal como dice Manuel Vicent en su columna en el diario El País de Madrid, las bodas reales curiosamente están fuera de la realidad. No fue esta la excepción en tanto y en cuanto los dos personajes centrales de un casamiento tan real y mediático, resultaban al mismo tiempo tan poco creíbles que la lluvia fue lo único que le dio una sensación de realidad a una ceremonia en la que a los protagonistas del enlace se les olvidó ensayar el amor.

Semejante boda real configura un mensaje tan fatuo como vacío, al punto de poner lo real al servicio de la irrealidad, al montar un capítulo mega de una novela mini, dilapidando recursos y pulverizando una vez más la austeridad de la que el poder se burla. Durante un rato formé parte de la masa de televidentes disfrutando de mi cholulismo, pero ciertos detalles no pudieron ser ahogados o si quiera disimulados, por tanta fatuidad desparramada, y por lo tanto no pude liberarme de mi manía interpretativa.

Los 20 minutos del príncipe solo en el altar (si es que no fueron más) transcurridos más o menos en el centro de la ceremonia de entrada y salida de los propios cónyuges y de tanto invitado estelar, fueron para mi gusto los más interesantes del casamiento que, todo hay que decirlo, tuvo un mérito que no es menor: en ningún momento, ni antes, ni durante, ni después, se lo llamó el casamiento del siglo. Tantos euros mal gastados alcanzó apenas para que fuera el casamiento de la semana.

Pues bien, esos 20 minutos tuvieron a los dos protagonistas centrales como verdaderos protagonistas: fueron los últimos 20 minutos de la periodista antes de que empezara el tramo final de la metamorfosis que la convertiría en princesa y potencialmente en reina, y a la vez, es posible que hayan sido uno de los pocos momentos desconcertantes en la vida del príncipe de Asturias, uno de los tíos con la vida más programada del mundo.

En esos 20 minutos una periodista de Asturias, tierra de mineros, de republicanos y de la Pasionaria, hizo esperar, quizás produciéndoles cierta inquietud a toda la realeza europea presente y ausente: toda una ralea de reyes con reino, reyes sin reino, herederos de coronas, algunos de los herederos en larga espera, como el atribulado don Carlos de Inglaterra que paseó su soledad por la Almudena ya que todavía no pudo practicarle la metamorfosis a su Camila, que sería la segunda metamorfoseada en su caso. Pero 20 minutos en la historia objetiva (si es que existe) ni siquiera es una minucia, y en la historia de esta boda una anécdota seguramente insignificante producida, por lo demás, por una lluvia imprudente capaz de aguar la fiesta de la monarquía y de la iglesia, asociadas para el evento. Igual que en la guerra civil española que terminó con la República, instauró la dictadura de Franco para finalmente desembocar en la monarquía parlamentaria y democrática, cuyo jefe de Estado es el rey que reina pero no gobierna, según los usos y costumbres al respecto.

Rey, educado, como se sabe, bajo la supervisión del generalísimo Franco quien encomendó la misión al general Armada, tutor del rey Borbón durante varias décadas y jefe del golpe de estado del coronel Tejero. Pero 20 minutos también puede ser mucho tiempo, acaso hasta parecer una eternidad, para un altar unipersonal durante ese lapso en el que el príncipe desprendido de su madre y todavía no prendido por su esposa, miraba cada tanto a sus hermanas, probablemente tratando de encontrar alguna cara amiga en medio de tantos ojos reales, nobles y políticos, además de los ojos televisivos.

Es verdad que en una boda que se precie de tal, la novia debe hacerse esperar, ya que en los cánones clásicos de occidente es como el tiempo final de la resistencia antes de la entrega, mucho más en este caso cuando se trata de alguien, doña Leticia, mujer modelo siglo XXI que se mete en la vestimenta de un ser del pasado, y al mismo tiempo atemporal, esto es en las vestiduras de una princesa, en la cola de los que esperan para ser reyes.

Nada personal con los príncipes de Asturias, tanto es así que es muy posible como sucede tantas veces, que en realidad las apariencias engañen, y que los mieleros reales estén por estos días disfrutando de los almíbares del amor y del erotismo, que seguramente han de tener mucha gente real y hasta mucha gente plebeya que debe rezar por ellos, además de augurarles lo mejor.

Como tantos en este mundo formo parte de la enorme fila de los plebeyos, es decir los que no son ni nobles, ni eclesiásticos, ni militares. Seguramente mi abuela Faustina, navarra y republicana, no hubiera encendido el televisor, y hasta hubiera reprochado el encendido del mío, pero a ella le agradezco mi educación republicana y a mi país vivir en una república. Bien mirado en el primer mundo y en el resto del mundo, sería hora de que hagamos del planeta un solo mundo, en lo posible sin la fatuidad y la fastuosidad de unos nobles que hace mucho tiempo que han perdido la nobleza.

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