| sábado, 22 de mayo de 2004 | | [email protected]
-Voy a leer una carta que me mandó un lector de apellido Strafaccio. Están de más consideraciones de mi parte, por eso le pido al lector que repare en ella. Dice así: "Leo siempre las Charlas del Café del Bajo y estoy inmensamente agradecido de poder tener todos los días a dos filósofos de la vida como ustedes. Leí la charla del 19 de mayo y estoy en total acuerdo con Candi. Creo que en esta vida lo más importante es encontrarle un sentido, saber cuál es nuestra misión ahora y para siempre. Mucha gente no sabe cuál es el sentido de su vida, otra gente cree que su misión es tener un hogar, un amor, cuidar de sus hijos, tener amigos, ser una persona decente, trabajar, ganar dinero, ocuparse de sus padres, tener fanatismo por alguna disciplina deportiva y poder practicarla, ir a la iglesia, rezar todas las noches, leer un libro, etcétera. Hace unos meses acaba de fallecer mi hija de tan solo seis meses por una cardiopatía congénita (tronco arterioso) y ese hecho trágico cambió radicalmente mi concepto de la vida. La gente no sabe que la felicidad está tan cerca que la busca en lejanías materiales, espirituales, deportivas. La felicidad plena, eterna, concreta y realizadora se encuentra en buscar y encontrar un sentido a nuestra vida, saber cuál es nuestra misión en este mundo. Es una puerta difícil de hallar y un camino estrecho por recorrer, pero tiene sus frutos. Conocer el verdadero amor que todo lo puede y no estoy hablando de un amor maternal, de pareja, religioso, etcétera. Ese verdadero amor es conceptualmente difícil de explicar, es parecido al dolor de perder un hijo, es diferente a todo lo conocido. Nunca en nuestra vida sentimos ni sentiremos algo igual. Es desgarrador, porque es muy profundo y proviene del alma. Es contradictorio porqueá todo seguirá igual, pero ya nada será como siempre. Y es digno, porque todos los días te reclama que espiritual o racionalmente lo dignifiques, no permite que su estadía sea en vano (solidaridad, misericordia, caridad, consejos espirituales, etcétera)". Sin palabras.
-Y yo voy a leer otra breve carta que nos envió Mario Torrisi a propósito del tema de la soledad tratado aquí. Antes, digo que eso de "filósofos" es un reconocimiento no merecido por nosotros. Mario dice así: "La soledad, estimado Candi, nos hace artesanos del silencio, pero estimo que es necesaria porque es parte de nuestra individualidad y porque genera un mensaje interior que a veces nos abruma y otras nos reconforta. Nuestros momentos de soledad, pese a lo inaudible de su voz, son precisos y de una sinceridad ineluctable. Son, en cierto modo, una pausa de la vida que nos proporciona las reflexiones más valiosas y nos libera, por un instante, de la continuidad de las intrascendencias. Es la soledad, el crisol donde fundimos la fe y la esperanza para recobrar fuerzas y la conceptualidad del valor de la existencia. La soledad es el ámbito en el cual tomamos conciencia de que la vida, en su devenir, nos niega un poco cada día". Su reflexión, Candi, acerca de estas dos cartas.
-Mi breve reflexión puede ser reiterativa. Con respecto a la primera carta debo expresar que a veces circunstancias desgraciadas, como la pérdida de ese hijo que sufrió el autor del texto, hacen que el ser humano reflexione sobre cuestiones profundas y trascendentes y busque el significado de la existencia humana. Pero la causa y el efecto (muerte de un ser querido y dolor, por ejemplo) no son determinados por la divinidad. La divinidad, sí, concede un sentido inmediato al dolor del que queda (la búsqueda de una razón para la existencia o un cambio de actitud en la vida) y un sentido desconocido, pero no por eso inexistente, al que ha partido. El axioma de Einstein de que "en el universo nada se pierde, todo se transforma", nos hace confiar, desde un punto de vista incluso no religioso, que el sentimiento y la inteligencia humana no tienen por qué extinguirse, sino transformarse o migrar hacia otros planos existenciales. El dolor, como la soledad, sin embargo, no pueden prolongarse demasiado en el tiempo y la misma divinidad no desea tal extensión, porque entonces el remedio termina siendo peor que la enfermedad. Cumplido el propósito, la pena y la soledad deben expurgarse para dar paso, de a poco, pero ininterrumpidamente, al amor. Ese amor que comienza con el amor al prójimo y que algunos lo consustancian con el amor de Dios.
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