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 domingo, 14 de marzo de 2004

[Nota de tapa] La era de la censura
Los libros que la dictadura militar no pudo destruir
El Museo de la Memoria exhibe documentos, libros y testimonios sobre el plan de represión cultural puesto en marcha en 1976

Osvaldo Aguirre / La Capital

Los libros se encuentran en una vitrina. Son de temas y autores diferentes, casi sin relación entre sí. En una librería estarían separados. Pero aquí, en el Museo de la Memoria, donde son expuestos desde el viernes, deben estar juntos. Porque tienen algo en común: estuvieron prohibidos por la dictadura militar instaurada en 1976. Y algo más: quisieron destruirlos, hacerlos desaparecer.

Sin embargo esos libros condenados, que integran con documentos y revistas la muestra "Tinta roja", sobrevivieron. La empresa de los represores era, en parte, imposible. No se podía borrar a esos libros de la memoria de los lectores. Lo demostró lo que ocurrió con "El fusilamiento de Penina", el título de Aldo Oliva que editó la editorial de la Biblioteca Constancio C. Vigil y cuya edición íntegra fue quemada por los militares. Como en Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury, ese libro se preservó en los relatos de algunas personas, que lo retransmitieron a través del tiempo e hicieron posible, sin duda, el reciente hallazgo de un ejemplar.

La lista parece disparatada. Están "Operación Masacre", de Rodolfo Walsh, y "Rojo y negro", de Stendhal. "Las venas abiertas de América Latina", de Eduardo Galeano y "Dailán Kifki", de María Elena Walsh. Pero hay un sentido. "Hubo un plan de represión cultural: la desaparición de personas tenía que corresponderse con la desaparición de símbolos culturales", dice la periodista Judith Gociol, coautora con Hernán Invernizzi de "Un golpe a los libros", una historia de la represión a la cultura durante la última dictadura.


Circuitos de prohibición
"La idea general que uno tenía de la represión en la cultura era que se trataba de unos militares brutos, que veían un título como «La cuba eloctrolítica» -ese título famoso- y lo prohibían o entraban en una casa, veían un libro de tapas rojas y se llevaban detenida a la gente -dice Gociol-. No es que eso no ocurrió, no es que no hubo abuso y estupidez; pero había un proyecto y un plan que no era para nada de estúpidos sino de tipos que habían detectado cuáles eran la importancia de un libro o de un autor y a eso apuntaban".

La existencia de ese plan pudo comprobarse a partir del hallazgo de documentación que había permanecido oculta en la sede del Banco Nacional de Desarrollo (Banade), en Buenos Aires. "Quedó probado el circuito de prohibición y de persecución que se montó hacia libros y autores y funcionó con una conexión fuerte entre el Ministerio de Cultura y el Ministerio de Educación. Había una oficina que se encargaba de recibir libros, un equipo de gente bastante preparada que los analizaba, un departamento que evaluaba su prohibición".

El mecanismo de prohibición de un libro era complejo. Lo que llama la atención en esa maquinaria es el papel que jugaron personas comunes y que no vacilaron en delatar y en ser cómplices de la censura y el terror. "Hubo inspectores que recorrieron librerías pero también gente que voluntariamente denunciaba títulos de libros, o voluntarios que recorrían las editoriales", dice Gociol.

"Proteo", una novela de Morris West, conocido autor de best sellers, fue víctima de la censura. "Había entrado en contacto con las Madres de Plaza de Mayo y escribió una novela sobre la desaparición de una pareja, es decir, ficcionalizó una historia que era cierto. Ese libro fue prohibido porque un funcionario de la Junta Nacional de Granos, de apellido Lacroze Ayerza, viajó al exterior y vio al libro en inglés. Lo trajo y se lo dio a (Albano) Harguindeguy diciendo que eso era parte de la campaña antiargentina".

La represión cultural se manifestó también en la desaparición de escritores, en un plan específico instrumentado en el ámbito educativo (conocido como Operación Claridad) y en los ataques contra editoriales. En este sentido, los casos más alevosos tuvieron como víctimas a la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba) y al Centro Editor de América Latina (Cedal). Pero con diferencias significativas.

"En Eudeba hicieron allanamientos en los depósitos, se llevaron los libros y los quemaron. Pero esos libros fueron entregados por los directivos, que en ese momento eran civiles y fueron más papistas que el Papa. En Eudeba hubo delación de personas, que ahora están desaparecidas. Hubo una empleada que era montonera y la editorial entregó la foto para que pudieran identificarla", dice Gociol.

El Centro Editor de América Latina tenía entonces a empleados que habían sido víctimas de la Triple A. "Al hacer el allanamiento se llevaron detenida a la gente que trabajaba en los depósitos -sigue Gociol-. Entonces el editor, Boris Spivacow, cuando todo el mundo le decía que no hiciera nada porque iba a ser un desaparecido, se presentó en defensa de los empleados, que quedaron liberados".

De manera un tanto insólita se inició entonces un juicio. "Hubo participación de jueces en causas por prohibiciones de libros. Si uno se olvida de cuál es la raíz, es decir la censura de un libro, encuentra un trámite judicial común: la prohibición estaba naturalizada".

Spivacow argumentó que los libros eran material de rezago. "El juez le dijo que los quemara. El editor se negó y el juez ordenó su destrucción, que quedó documentada en fotos".

Así se manifestaba la Dirección de Publicaciones de la dictadura para censurar una obra: "«Ganarse la muerte» de la escritora Griselda Gambaro es una obra asocial dado que trata de mostrar a través de sus personajes, como un lugar donde impera el hiper-egoísmo e individualismo, donde no se cuentan ninguno de los valores superiores del ser humano y sí las elucubraciones y actos para lograr la satisfacción de sus bajos instintos".

Esos fueron los argumentos con que la dictadura preparó sus hogueras. "El Comandante del III Cuerpo de Ejército -se lee en un comunicado del general Luciano Menéndez- informa que en el día de la fecha procede a incinerar esta documentación perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana. A fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas, se toma esta resolución para que se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios, Patria, Hogar".

Para salvar a los libros hubo quienes los enterraron, o los llevaron al campo, o los dejaron en algún sótano, o les cambiaron las tapas.

"En aquella época tener un libro podía ser motivo para ir preso", dice el historiador Alberto Pla, cuyos textos fueron prohibidos durante la dictadura militar y que se exilió a fines de 1975, "después que allanaron mi casa y me quedé sin archivo". Al partir, "dejé un departamento cerrado en Buenos Aires, y gente amiga me salvó la mitad de la biblioteca".

"Nosotros no recibimos listas de autores prohibidos -recuerda Silvina Ross, de la Librería Ross-. En las escuelas, según me informaron docentes en esa época, tenían órdenes de no trabajar con determinados títulos o autores".

No obstante, "en la librería se tenía cierta precaución: una sabía que los libros de izquierda iban al depósito o estaban en estantería, pero no exhibidos, y se mostraban si alguien los pedía".

La Librería Ross tenía ya experiencia en la batalla contra la censura. "En los años 60 la Liga de la Decencia hizo una denuncia porque en la vidriera se exhibían libros del marqués de Sade. Mi padre fue preso por esa causa", dice Ross. Y después de 1976 hubo otros momentos críticos. "Nos llamaron para presentar un libro. Era uno de (el general Ramón) Camps. Con mi ex marido contestamos que en la librería no se hacían actos políticos y que ese tipo de libros no se presentaban".

La Biblioteca Constancio C. Vigil fue un blanco principal de la destrucción cultural en Rosario. Tanto que uno de los peores represores -Ramón Alcides Ibarra- aparecía como "asesor pedagógico". Intervenida el 25 de febrero de 1977, los ocho miembros de su comisión directiva fueron detenidos. Dos de sus docentes, algunos asociados y el presidente de la asociación de padres de la escuela primaria figuran como desaparecidos. Los militares saquearon su biblioteca y fondo editorial, uno de los más importantes del interior del país: veinte toneladas de libros (cuatro más que en la famosa quema realizada por Hitler en 1933) terminaran quemadas o destruidas. De sus dependencias fueron robados y nunca recuperados proyectores, máquinas de escribir y hasta la lente del telescopio de la Escuela de Astronomía.

"Desapareció todo, los depósitos que teníamos en otros pisos, material de la editorial, de la biblioteca. Lo que no se robó, se quemó, se regaló. Además hubo, por supuesto, una quema, producto de censuras entre comillas, porque ni eso sabían hacer, quemaron hasta lo impensable", dice Raúl Frutos, ex bibliotecario de la Vigil, en uno de los textos recopilados en la muestra "Tinta roja".

Los represores fueron minuciosos. "Destruyeron todo lo que era el entramado educacional. La entidad tenía desde una guardería hasta una universidad popular. Había un departamento de educación que era dirigido por un prestigioso educador llamado Mario López Dabat, se trataba de dar una coherencia y un enfoque sistematizado general común a toda la escuela y actividades educacionales de la biblioteca. Nada quedó en pie".

La estrategia hacia la cultura, dicen Gociol e Invernizzi en "Un golpe a los libros", fue funcional para el cumplimiento del terrorismo de Estado en Argentina. "Pero ese plan no terminó de implementarse, aunque la idea era hacer desaparecer cuerpos y almas", dice Gociol. Y ahora esos libros tienen otra historia para contar.

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GENTILEZA MUSEO DE LA MEMORIA / Hernán Rojas

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