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 domingo, 07 de marzo de 2004

Opinión: Volver a enseñar

Guillermo Jaim Etcheverry (*)

Cada tanto, la sociedad argentina fija fugazmente su volátil atención en los problemas de la educación. En general, los resultados de las evaluaciones que se realizan con diversos propósitos, son los que ponen de manifiesto las graves deficiencias de los niños y, sobre todo, de nuestros adolescentes. Cuando la prensa recoge esa información, logra escandalizar por unos días, unas horas.

Sin embargo, resulta llamativo que sorprenda el pobre rendimiento académico cuando, en realidad, la sociedad argentina no privilegia ese aspecto de la educación. Se busca acceder a la certificación pero, de ser posible, realizando el menor esfuerzo intelectual posible.

Es conocido el hecho de que en numerosas jurisdicciones del país en las que, por diversos conflictos, la escuela ha estado inactiva por períodos prolongados, el reclamo no se centra en la recuperación del conocimiento perdido, sino en la certificación oficial de lo que no se hizo.

Hoy se requiere de la escuela que sea, esencialmente, un lugar de asistencia social. Que dé de comer a los más necesitados -tarea que por fortuna el Estado aún realiza por su intermedio- y que mantenga entretenidos a quienes, en mejor situación económica, reciben alimento en sus casas.

Este comedor-club-guardería presta poca atención a la calidad de la nutrición intelectual que debe brindar la escuela. Y esta nutrición resulta decisiva, sobre todo para quienes no encuentran en su ámbito familiar ninguna posibilidad de exposición a alternativas culturales diferentes a la superficialidad, irracionalidad y vulgaridad que, en general, hoy exhibe la sociedad a través de los medios masivos de comunicación.

Como toda cuestión social, el problema que plantea la educación argentina es de una enorme complejidad por lo que un comentario como este necesariamente breve, está condenado al esquematismo.

Es cierto que la crisis salarial de los docentes es decisiva, pero resulta preciso advertir que sus bajas remuneraciones responden a un desinterés social por la tarea que realizan. Porque a la educación se la valora en los discursos pero, muchas veces, ni como comunidad ni como individuos estamos dispuestos a encarar los sacrificios necesarios para concretar en los hechos la importancia que parecemos otorgarle en nuestras palabras.

Intentar resolver esta situación -a la que alguna vez califiqué como "tragedia educativa"- supone, en mi opinión, volver a las fuentes. En primer lugar, debemos recrear a los alumnos. Estos han desaparecido, reemplazados por "los jóvenes".

Ser joven dejó de constituir una etapa en el largo tránsito de la formación de una persona para pasar a constituirse en una categoría, en un grupo consolidado, esencialmente, en base a su característica de generar todo tipo de consumo.

La sociedad actual reconoce a los jóvenes el derecho de resistirse activamente a educarse. Por eso el fracaso no es de los alumnos, porque de esos quedan pocos ya que hemos dejado de crearlos. Por eso los profesores ven amenazado su oficio, porque encuentran frente a sí pocas personas dispuestas a realizar el esfuerzo de concentración, de respeto al conocimiento, que supone aprender.

En la institución escolar hoy está permitido hacer de todo salvo la modesta pero esforzada y trascendente tarea de enseñar y aprender. El espejo de la realidad nos devuelve la imagen de nuestro desinterés.

Y puesto que todos queremos ser jóvenes, como es más fácil, más cómodo, no reconocerles el derecho que tienen a ser enseñados, a ser puestos en posesión de su herencia -la que tampoco han sido incitados a reclamar- abandonamos la tarea de enseñar, que es la de introducir a los recién llegados a un mundo que les antecede, como afirmaba Hannah Arendt. Nos han convencido de que somos los adultos quienes debemos aprender de ellos.

Tal vez, para intentar resolver este problema los padres deberían realizar una contribución activa generando nuevamente alumnos a partir de sus hijos. Y los maestros deberían tener el valor de volver a enseñar algo. Esto supone el coraje de imponerse sobre el conformismo de moda que justifica la actual enseñanza de la ignorancia, recurriendo a teorías expresadas en un lenguaje que, no pocas veces, escapa a la comprensión humana.

Mientras discutimos, las nuevas generaciones de argentinos esperan que les ofrezcamos lo que merecen: algo mejor que lo que les estamos brindando.

* Profesor y rector de la Universidad de Buenos Aires, miembro de la Academia Nacional de Educación.

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