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 domingo, 14 de diciembre de 2003

Gemas mágicas
El poder de las piedras

No sólo a los escépticos, también a los que se regocijan de ser racionales, les parece increíble que alguien pueda creer en el poder de los amuletos, las estampitas, el sahumerio o las velas encendidas, y sin embargo, por aquello de que el corazón tiene motivos que la razón no entiende, hay quienes siguen adhiriendo a esos "protectores".

Sin duda, ser civilizados se ha vuelto una costumbre casi natural: ante el dolor, se va al médico y se toma lo que indica. Los gimnasios y las diversas dietas sirven para vivir más saludablemente, siempre que Dios lo permita.

Pero en la antigüedad no ocurría así: contra los males de este mundo sólo existían (aparte de los dioses) los brujos y los amuletos, de manera que no había más opción que creer o creer. De aquella época proviene la creencia en el poder de las piedras.

Algunos se sanaban. Y eran ricos. Y vivían mucho tiempo. ¿Ocurría porque su amuleto era infalible? ¿O porque era infalible su fe en el amuleto?

Contra la embriaguez, una piedra de amatista; para tener fuerza y vitalidad, el cuarzo; la malaquita contra el mal de ojo; la magnetita para aumentar la atracción en la pareja; el topacio, contra la ceguera; para partos tranquilos, el jaspe sanguíneo; la citrina contra la baja autoestima; el lapislázuli contra todos los daños. La lista era infinita.

Los antiguos creían a pie juntillas en todo esto y aunque muchos reirían si les recetasen hoy un ágata -que la extraen en Misiones y el sur de Mendoza, al igual que el topacio y la amatista- para equilibrar el metabolismo y proteger contra el insomnio, habrá que coincidir en que, para quienes así lo aceptan, esa gema les conferirá al menos tranquilidad de espíritu.

En un mundo inestable y violento, la tranquilidad de espíritu es un bien muy escaso; y conseguirlo, aunque sea por sugestión, es lo que en realidad obraría para conseguir el "milagro".

Se sabe (lo dicen los propios médicos) que nuestras ansiedades y desdichas deprimen nuestro sistema inmunitario, que podemos llegar a contraer desde anginas hasta cáncer por esa causa, y también se admite que el estrés viene asociado a un sinnúmero de patologías, muchas ellas muy serias.

Visto así, aquello que para la ciencia sería un ridículo amuleto, puede realmente (no desde un poder intrínseco) sino desde la serenidad mental que otorga a quien cree en su supuesto poder- ayudar a protegerlo, tanto como una estampita a un católico.

Estos "milagros", transmitidos de boca a boca, de familia a familia, de generación a generación, han hecho que todavía hoy -unos a escondidas y otros abiertamente- recurran a aquellos antiguos "protectores" entre los cuales varias gemas, sin necesidad de ser preciosas, tienen ganado su lugar y su leyenda.

En China, por ejemplo, se dice que el jade se formó del esperma del dragón sagrado, después que lo esparciera sobre la Tierra como semilla, de ahí que en ese país se lo tenga hasta hoy como una piedra de buen augurio, que protege contra la muerte prematura, los defectos oculares y las enfermedades del riñón, y que asegura fortuna a quien lo lleve.

La fama de esta piedra no era sólo privativa del Viejo Mundo: cuando los españoles llegaron a América con amuletos de jade para protegerse de las enfermedades renales, pudieron comprobar que los indígenas no sólo lo conocían, sino que lo usaban con el mismo propósito.

La cornalina, de color naranja intenso, fue la piedra elegida por los egipcios para tallar corazones, circunstancia de donde derivó la raíz de su nombre. Se dice que protege contra la falta de energía física y mental, la falta de concentración, y contra la envidia ajena.

Cuentan que estando en Egipto e impresionado por los valores que se le adjudicaban, Napoleón compró una cornalina y la colgó de la cadena de su reloj.

Mucho más cara, el zafiro fue la gema de los reyes: la usaban para detectar la traición, para protegerse de los hechizos y para pacificar a los enemigos. El papa Inocencio III creía que, azul como el cielo, no podía menos que dotar a su portador de las virtudes de la verdad y la castidad. De allí que en el siglo XII ordenó que los obispos llevaran un anillo con un zafiro incrustado.

Ana María Bertolini

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