Sergio Faletto / Ovación
Las calles de Arroyito se convirtieron desde temprano en ríos caudalosos de colores azul y amarillo que fueron desembocando en el Gigante y transformando a sus paredes en enormes cascadas, con movimiento frenético, con estruendoso ruido y con un enorme impacto visual. Imagen metafórica que sólo puede producir la gente. La que vive el fútbol. La que sufre en torno a la pelota. La que goza con un gol. Y la que en tiempo de escepticismo sólo se moviliza por aquello que siente y todavía cree. El atardecer del sábado fue testigo de una larga procesión canalla. La que llegó a su templo elevando plegarias para que Central siga por el camino victorioso. Con un ambiente en el que el ferviente deseo trataba por todos los medios de eludir a la racional cautela. Es que el bajo promedio es un convidado de piedra en la vida auriazul que se resiste a emigrar. Pero los hinchas de la Academia concurrieron en masa para ayudar a resistir, como también para avanzar en el túnel de la tranquilidad. Por eso alrededor de 35.000 personas coparon el estadio, todo un ejemplo de convocatoria cuando de luchas ingratas se trata. Por eso la recepción a los once de Russo fue sorprendente, porque el marco, los fuegos artificiales, una extensa bandera y el grito colectivo se asemejaron a tiempos de jornadas coperas. Pero no se trataba de eso. Esta es la batalla del promedio. En la que el descenso y la promoción son enemigos duros de matar. Tan duro como Olimpo, rival que también está envuelto en esta pelea sin cuartel. Con la pelota en circulación, la razón y el corazón centralistas jugaron un partido sin pausa. Encontraron un punto de convergencia cuando el Chelo Delgado cabeceó con inteligencia para estremecer al cemento con el gol. Claro que en estas disputas cerradas y que parecen interminables un gol no siempre es determinante. Olimpo incrementó la angustia y el temor de los anfitriones cuando igualó. Originando un silencio tan intenso a los oídos como el ruido que salieron de las miles de gargantas cuando Central consiguió el tanto de la victoria. Entonces fue fiesta, mixturada por el aliento, los lamentos y los sonidos que el alivio genera. Hasta que llegó el final. Y la euforia se acomodó a sus anchas en toda la inmensidad del cemento futbolero auriazul para celebrar tres puntos que valen mucho más que eso. Y también para que el hincha pasional libere su orgullo desmedido y comience a hablar de su equipo ahora líder. Como olvidando por arte de magia que hasta hacía pocos segundos estaba padeciendo un partido por el promedio. Pero el fútbol origina todas estas cosas. Con datos reales, por cierto. Pero tan relativos como el juego mismo. Y es aquí en la que radica el folclore de este deporte. Que por suerte para la vigencia del mismo originó una convocatoria inusual para un partido entre dos equipos que pugnan por mejorar su promedio. Pero que para los centralistas tuvo un premio mayor a su lealtad porque el resultado le trocó, más allá de la duración, la angustia de la promoción por la felicidad de estar puntero.
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