El Centenario estaba bastante completo, como si fuera una noche de un Nacional-Peñarol. Los alrededores del mítico estadio se fueron colmando de hinchas desde muy temprano. Era un partido muy especial, no era para menos. Y los argentinos no se quedaron atrás. Camisetas de Boca, River y un par bien notorias de Central, de las viejas, fueron poblando la tribuna albiceleste y a la hora de alentar no escatimaron esfuerzos. Uruguay le metió presión desde los cuatro costados. Apenas el puñado de hinchas del equipo de Tocalli hacía ruido como para no verse sobrepasado así nomás, de prepo y sin dar pelea. Pero la diferencia era abrumadora. Y más cuando el morocho Olivera metió ese zapatazo que se clavó en el techo de Eberto y se fue sobre la Amsterdam para juntarse en un solo grito. "Vamo, vamo arriba la celeste...", parecía como si la letra de Jaime Roos se juntara con el grito descomunal de todo el estadio. Pero los pibes argentinos, movidos con el aliento pegadizo e incansable de sus hinchas, se fueron con más vergüenza que fútbol a buscar la igualdad tan deseada. Y el pibe Pisculichi -ese que le hizo pegar un susto a River el día de su debut en Argentinos Juniors- compensó el esfuerzo de esas voces con otro zapatazo que trajo la anhelada igualdad. Y el parque ya no fue lo mismo. El celeste y blanco de ambas orillas comenzó a mezclarse sin tonalidades definidas. Como que era empate. Y así fue nomás.
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