Año CXXXVI
 Nº 49.708
Rosario,
domingo  29 de
diciembre de 2002
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Opinión: El divorcio partidocrático

María de los Angeles Yanuzzi (*)

Sumidos en la peor de las crisis, los argentinos iniciamos el 2002 no sólo con la traumática corroboración del agotamiento de un modelo que condenó a la miseria a más de la mitad de la población sino con la brutal constatación de la incapacidad de la clase dirigente por arbitrar alguna propuesta creativa que intentara torcer el camino a la debacle.
Sin embargo, la forma en que terminó el gobierno de Fernando de la Rúa dejó una sociedad en estado de efervescencia que, reasumiendo su responsabilidad ciudadana, prometía recuperar con cacerolazos y asambleas populares los espacios de poder a partir de una construcción democrática en el más puro sentido del término.
Incluso el hartazgo que provocaba una clase política fundamentalmente especuladora, sólo preocupada por mantener sus propios espacios de poder, permitió unir, aunque fuera transitoriamente, a todos los excluidos (tanto sociales como políticos) en una misma consigna: "Que se vayan todos". Se hacía evidente el divorcio total entre el Estado y la ciudadanía.
Divorcio cuyo símbolo más importante lo constituye la imagen de un Congreso vallado para dificultar la entrada de esos mismos a quienes se dice representar. Pero, con el correr del tiempo, muchas cosas parecieron calmarse.
Una lenta y magra asistencia social permitió contener el estallido social. Las asambleas fueron mostrando sus propios límites. Y la renovación total de la clase política no sólo demostró ser utópica sino que, al no saber adaptarla creativamente a la práctica concreta, contribuyó a profundizar la desilusión de muchos. Pero, ¿acaso esto basta para pensar que terminamos bien el año? Definitivamente no.
Todo esto sólo nos habla de la dificultad que existe para superar la profunda crisis de legitimidad que atraviesa la política. Se quebró el sistema de creencias que daba validez al régimen sin que se haya logrado su reemplazo por otro. Prueba de ello es la escasa intención de votos que tienen los candidatos mejor posicionados, a lo que se agrega un dato por demás novedoso: el alto rechazo social con el que cuentan.
Esto más bien habla de la imposibilidad de convocar gran cantidad de adhesiones, conformando así nuevas identidades que permitan superar la fuerte tendencia a la fragmentación. Una crisis de legitimidad es tanto de representatividad como de identidad.
Con una clase política decadente que persiste en sus vicios y con las estructuras partidarias estallando, los canales de mediación entre Estado y sociedad se atrofian, impidiendo la construcción colectiva del espacio público nacional.
Pero revertir esto, constituyendo un Nosotros inclusivo, supone construir un nuevo modelo de acumulación que redefina los criterios de distribución de la riqueza. Esto requiere de nuevas formas de organización, para lo cual se necesita tiempo, un bien más que escaso.
Muchos vieron con satisfacción que el 19 y 20 de diciembre pasados transcurrieran sin violencia. Sin embargo, esta ya se instaló en la sociedad. Porque ella aparece cuando muere la política. Esto es lo que nos coloca ante el riesgo de soluciones autoritarias surgidas democráticamente, algo que sólo una ciudadanía responsable, partícipe de una construcción colectiva del poder, podría llegar a evitarlo.
(*) Profesora e investigadora de la UNR.


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