Aunque las 350 bicicletas que Fernando Traverso se propuso estampar en las paredes de la ciudad -350 tenues apariciones, para evocar otras tantas desapariciones tenaces, porfiadas, afrentosamente presentes- no hayan sido ejecutadas aún en su totalidad, la muestra que actualmente exhibe dicho autor en la sala de la Biblioteca Argentina de algún modo culmina el ambicioso proyecto de poblar el espacio urbano con una silueta -una sombra- repetida hasta el cansancio, como si se tratara de un implacable "basso ostinato", destinado a sobrepujar la complaciente melodía del olvido.
Tal como lo testimonian las pequeñas tomas fotográficas que acompañan su instalación, y que el mismo Traverso registrara en el ámbito de la plaza Pringles, fueron los propios asistentes al acto inaugural los encargados de empuñar los estandartes -cada uno representando una bicicleta minuciosamente numerada, al igual que sus pares callejeras-, para dirigirse luego encolumnados al interior de la Biblioteca y depositarlos allí, en una acción que puede interpretarse indistintamente como una ofrenda, como una esperanzada implantación de "nuevas banderas" -ya que esta propuesta integra una serie que contradictoriamente se denomina "... puede no haber banderas"- y hasta como una paródica marcha de protesta, en la que los reclamos específicos habrían sido refundidos por la inagotable polisemia de la transfiguración artística.
(Superada la intromisión de un grupo de payasos que "autoritariamente" intentó adueñarse del acto comenzado en la plaza, la participación de una banda musical que Traverso había dispuesto en la explanada de la Biblioteca, ingresando por calle Presidente Roca, dejó en claro que el propósito del artista no era encarar su obra desde la solemnidad ni del empaque de un homenaje luctuosamente fúnebre, sino desde la algarabía y el desenfado de una ruidosa fiesta popular).
El "residuo" de este accionar -esto es, "la obra", ya que en el caso de Fernando Traverso, sus formulaciones artísticas no sólo no se agotan en la fugacidad de la "performance", sino que, muy por el contrario, dan cuenta de una excelencia de factura y de una expresividad formal igualmente sólidas y eficaces- es un conjunto de banderas -presentadas bajo el paradójico eslogan, repito, de "... puede no haber banderas"- y que es a la vez una legión de cañas valerosamente enhiestas, un vivaque improvisado con los sudarios de tanta dulce utopía soñada hasta la muerte, y una exaltación de "la bici" -la proletaria bicicleta devenida símbolo y estandarte-, como si Femando contrapusiera el abolengo del más humilde de los medios de locomoción y de trabajo, a la marchita gloria de ese laurel heráldico, tantas veces usado como pretexto a lo largo de toda la historia, para intentar justificar la nunca justificable destrucción del hombre por el hombre.
Digamos, finalmente, que la propuesta se completa con una suerte de catálogo que recoge infinidad de apreciaciones referidas a las bicicletas pintadas en la calle, y donde uno de los comentarios apunta, emocionado: "No te das una idea de lo que sentí cuando vi la bicicleta del Chiquitín apoyada en aquella pared... Desde el colectivo, me pareció ver la bici de Alberto contra el muro de la fábrica abandonada, al día siguiente volví a pasar por ahí, de a pie, y no, era la de Analía... Días atrás descubrí la de Carlota en un portón. Me quedé pensando en los compañeros... se andan dejando las bicicletas olvidadas por ahí".