Año CXXXVI
 Nº 49.665
Rosario,
domingo  17 de
noviembre de 2002
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Salta: Arco iris de piedra
Travesía de un día a bordo de un camión que sigue los pasos del famoso Tren de las Nubes por la región puneña

Marcelo Gluck

Además del Tren de la Nubes, existe una forma alternativa de recorrer la puna salteña con comodidad y sin perder ningún detalle: un camión turístico remodelado especialmente para ofrecer confort y una óptima visibilidad de los paisajes, que permite recorrer los bellos escenarios del norte del país. La excursión a bordo del Movitrack permite hacer escalas durante el recorrido puneño, imposibles de realizar si se viaja a bordo del famoso tren.
La excursión en camión parte a las 6 de la mañana por las calles desiertas de la capital salteña. Rápidamente se transita el valle de Lerma, con sus grandiosas montañas, para desembocar en la quebrada del Toro. La primera parada es en la antigua estación de trenes de Chorrillos. De regreso al Mercedes 1418 se aprecia con asombro que el mobiliario ha cambiado y surgieron mesas donde está servido un desayuno con café y medialunas.
Al costado de la quebrada del Toro, el río parece un hilo de agua quebrándose en varios brazos que se vuelven a unir. En medio de la soledad aparece una escuelita con una ubicación a simple vista inexplicable, ya que no se ven casas alrededor ni en las cercanías. Ocurre que sus alumnos viven en viviendas que se esconden detrás de las laderas de los cerros y llegan a clase caminando por los senderos de la montaña todos los días.
Al llegar al poblado de Santa Rosa de Tastil -donde hay una pequeña iglesia rosada que parece dibujada al pie de la montaña- vale la pena detenerse y visitar el Museo Arqueológico de la ciudad indígena de Tastil.

Casas de adobe
De a poco se comienza a remontar la puna, esa dura superficie plana que no se quebró al surgir los Andes, pero se elevó junto a la cordillera hasta los 3.500 metros, conformando una árida llanura con muy pocas ondulaciones.
A la vera del camino aparecen pueblitos extraviados en medio de la nada, sumidos en el absoluto silencio, que acaso sean lo más representativo de la desolación puneña. Son apenas unas casas de adobe con techo de paja, de aspecto abandonado, que a veces están frente a una capilla. Mientras que llamativos corrales con paredes de piedra sobre piedra (pircas al estilo incaico) forman cuadrículas en medio de la inmensidad arenosa, donde cada tanto aparece algún pastor de poncho rojo y sombrero ovejón arreando un tropel de chivos.
A la vera del camino se ven algunos pequeños cementerios cercados por un muro de adobe, tras el cual sobresalen coloridas cruces decoradas con flores que le otorgan al paisaje una extraña belleza. Parecen señalar la entrada al reino del viento y la soledad.
Más adelante las tropillas de llamas le otorgan un poco de movimiento al paisaje de pastos ralos doblados por el viento. La guía abre el techo corredizo del camión y los turistas parados en los asientos sacan medio cuerpo fuera del vehículo para disfrutar sin mediaciones de excelentes horizontes, ideales para tomar fotografías.
De repente se aprecia la cercanía con el pueblo de San Antonio de los Cobres, alojado en medio de un valle rodeado de cumbres que sobrepasan los 6.500 metros. Aquí las casas de adobe se mimetizan con el color de la tierra y por las calles de tierra y arena prácticamente no transitan autos. El silencio es absoluto, y como evitando profanarlo, sus habitantes hablan en susurros.
San Antonio de los Cobres está ubicado a 3.775 metros sobre el nivel del mar, y se supone que fue creado en el siglo XVII por indígenas atacamas que huían de los españoles. La mayoría de sus 5.000 habitantes son claramente de origen indígena y sobreviven gracias a una economía de subsistencia basada en el pastoreo y las artesanías.

Salinas Grandes
La escena transcurre en otro planeta. Tras la huella del camión han quedado pueblitos con cinco casas y una iglesia, donde pareciera que termina el mundo, y se aprecian los últimos restos de vegetación arbustiva. De pronto, tras la Cuesta de Lipan, la puna sur se extiende sobre una planicie desértica totalmente blanca que se pierde en el infinito.
En las Salinas Grandes, a 3.500 metros sobre el nivel del mar, no hay un solo arbusto, ni una rama seca; solamente se vislumbra un suelo liso con resquebrajamientos en forma de pentágono de un metro por lado, que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña, por la diferencia de temperatura entre el día y la noche.
La única excepción son unas misteriosas pirámides de sal acumulada por los trabajadores de la salina, que brillan con el sol. Difícilmente otro paisaje pueda transmitir mejor la idea de la nada absoluta.
La excursión continúa hacia las profundidades de la salina, un valle de sal que parece no tener fin.
Hacia el norte la mirada es infinita y se diluye en un horizonte blanco. En cambio, hacia el este y el oeste, la salina sí tiene fronteras al pie de unas serranías que detienen la visión.

Más de siete colores
Tras una hilera de álamos, al costado de la ruta 52, se vislumbra un arco iris de piedra; una montaña con franjas horizontales de mucho más de siete colores: rojo arcilla, violeta, rosa, verde claro, turquesa, amarillo, azufre, naranja, celeste, blanco y gris, entre otros.
Los cerros jujeños deslumbran no sólo por su belleza sino también por la originalidad de sus colores, que hacen a estos paisajes únicos en el mundo. En semejante contexto yace el poblado de Purmamarca, al pie del escarpado cerro Siete Colores. Sus callecitas de tierra suben a la montaña, y las casas de adobe parecen brotar de la tierra. Pareciera que el tiempo no roza este pueblo fundado en 1594.
Unas veinte manzanas se arremolinan alrededor de una iglesia con techo de madera de cardón, construida en 1648. Del interior de un negocio fluye la aguda melodía de una baguala, ese canto anónimo de los valles inspirado en la pura soledad. En lo alto del cerro un cementerio de altura le otorga trascendencia a cada sosegado paso de los habitantes, en su mayoría gente mayor.
Los turistas llegan por la mañana -hora ideal para tomar fotografías del cerro- y parten en una hora. Cuando se van, el pueblo queda casi desierto y recupera el ambiente sereno que es su estado natural.
En los momentos de aglomeración, los purmamarqueños son bastante esquivos. En general los turistas les toman fotos mientras los atosigan con preguntas, sin esperar la meditada respuesta que viene detrás. En los pueblos de la Quebrada de Humahuaca la gente no grita, el silencio los acostumbra a hablar despacio, casi en susurros. La barrera de la timidez se levanta, justamente, cuando uno se acerca con tranquilidad y les habla sin urgencia, evitando hacer demasiadas preguntas.

Tarifas
De a poco se comienza a remontar la puna, esa dura superficie plana que no se quebró al surgir los Andes, pero se elevó junto a la cordillera hasta los 3.500 metros, conformando una árida llanura con muy pocas ondulaciones.
A la vera del camino aparecen pueblitos extraviados en medio de la nada, sumidos en el absoluto silencio, que acaso sean lo más representativo de la desolación puneña. Son apenas unas casas de adobe con techo de paja, de aspecto abandonado, que a veces están frente a una capilla. Mientras que llamativos corrales con paredes de piedra sobre piedra (pircas al estilo incaico) forman cuadrículas en medio de la inmensidad arenosa, donde cada tanto aparece algún pastor de poncho rojo y sombrero ovejón arreando un tropel de chivos.
A la vera del camino se ven algunos pequeños cementerios cercados por un muro de adobe, tras el cual sobresalen coloridas cruces decoradas con flores que le otorgan al paisaje una extraña belleza. Parecen señalar la entrada al reino del viento y la soledad.
Más adelante las tropillas de llamas le otorgan un poco de movimiento al paisaje de pastos ralos doblados por el viento. La guía abre el techo corredizo del camión y los turistas parados en los asientos sacan medio cuerpo fuera del vehículo para disfrutar sin mediaciones de excelentes horizontes, ideales para tomar fotografías.
De repente se aprecia la cercanía con el pueblo de San Antonio de los Cobres, alojado en medio de un valle rodeado de cumbres que sobrepasan los 6.500 metros. Aquí las casas de adobe se mimetizan con el color de la tierra y por las calles de tierra y arena prácticamente no transitan autos. El silencio es absoluto, y como evitando profanarlo, sus habitantes hablan en susurros.
San Antonio de los Cobres está ubicado a 3.775 metros sobre el nivel del mar, y se supone que fue creado en el siglo XVII por indígenas atacamas que huían de los españoles. La mayoría de sus 5.000 habitantes son claramente de origen indígena y sobreviven gracias a una economía de subsistencia basada en el pastoreo y las artesanías.



Los cerros deslumbran por la combinación de colores.
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