Patricia Romagnoli de Travassi
Al visitar las ruinas de San Ignacio con un contingente turístico, me empapé de un pedazo de historia que perteneció a un pasado pródigo, que quiso ser grande y no pudo. Frente al breve relato del guía pude recrearme el alma observando las construcciones arquitectónicas admirables para la época, como por ejemplo, los pisos embaldosados que parecen contemporáneos, pero datan del siglo XVII. Los jesuitas se organizaron en forma de pueblos y fundaron las misiones, con los indios guaraníes, cuya principal característica fue su seminomadismo, respondiendo a creencias místicas relacionadas con la búsqueda de la tierra sin mal, o el lugar donde siempre habría alimentos para sus familias. No salgo de mi asombro al escuchar sobre sus adelantos tecnológicos. Pudieron crear una imprenta y un lunario con su propio observatorio astronómico. Además priorizaron la enseñanza de la lengua escrita y hablada en las escuelas, todo esto transcurría allá por el 1700. Es testigo de estos relatos, un solitario timbo que vive en el patio de armas de las ruinas y que con sus grandes orejas imagino ¡cuántas historias habrá escuchado! Lamentablemente, los jesuitas y guaraníes fueron expulsados de las tierras y abandonados a su suerte por orden de la soberbia corona española y por portugueses que dependían de ella. Para finalizar me gustaría agregar que gracias a la influencia de Leopoldo Lugones y Horacio Quiroga, en 1949 las ruinas fueron declaradas Monumento Histórico Nacional y tres décadas después, en 1986, Patrimonio de la Humanidad.
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