La noticia tuvo los efectos de una bomba. Una bomba atómica que pulverizó a una familia de clase media, dueña de un comercio ubicado en el macrocentro en el mediodía gris y húmedo del viernes 4 de octubre. Uno de sus integrantes cayó detenido durante un intento de asalto, in fraganti y con numerosas pruebas en su contra. A partir de ese momento, todos debieron sobrepasar el trago amargo que significó enterarse de que un hijo había entrado "de caño" a robar y, además, sufrir en carne propia los atropellos en una comisaría.
Un punto singular en esta historia es que, hasta ese día, el hombre en cuestión no tenía antecedentes penales y no había pisado jamás una seccional. Era un hijo ejemplar para sus allegados, el mayor de tres hermanos, y uno de los que manejaba el negocio. Tiene mujer y una beba a la que adora y a quien brindaba horas de cuidado personal. Nunca enfrentó problemas económicos serios y se dice que tenía el dinero contante y sonante para comprarse un automóvil cero kilómetro días antes del atraco.
Tampoco se sospechaba que estuviera involucrado en cuestiones oscuras y menos vinculadas al hampa. Aunque esa duda a la luz de los acontecimientos acompañará para siempre a sus padres y hermanos. "Evidentemente, nos mintió u ocultó algo durante mucho tiempo", dijo en un momento su papá, quebrado y al borde del llanto sin consuelo. "No me pregunten nada, no sé por qué lo hice", fue lo primero que contestó cuando le levantaron la incomunicación y por fin se reencontró con su padre en la sala de visitas de una de las comisarías del sudoeste rosarino.
Las pruebas reunidas en su contra, sumadas las declaraciones de varios testigos, son contundentes hasta el momento y permiten sustentar una acusación por robo calificado (agravado por el uso de armas), un delito por el cual puede pasar hasta una década en la cárcel. Pero su familia comenzó a sufrir ese calvario sólo un par de horas después de su arresto y alojamiento en uno de los penales más conflictivos de la ciudad. El arribo de cualquier preso "nuevo" a su nuevo lugar de residencia siempre es difícil y más aún si esa persona es un novato que proviene de una condición social "acomodada".
La desesperación familiar por salvarlo de una segura paliza llevó a que sus padres pagaran una suma de dinero en la comisaría. En ámbitos judiciales y policiales es casi una ley no escrita, pero que se aplica a diario, que una persona con suficiente poder adquisitivo pueda acceder a algunos beneficios como, por ejemplo, ser alojado en un calabozo menos conflictivo a cambio de "colaborar" con la comisaría. El primer indicio de que el recién llegado no iba a tener una estadía tranquila se manifestó cuando sus familiares le acercaron un colchón.
Camino a la ruina
El supuesto artículo de confort causó una reacción en parte de la población del penal, con insultos y promesas de venganza de todo tipo. Con ese panorama, en el primer fin de semana a la sombra, la familia del joven detenido tuvo que poner cerca de dos mil pesos para evitar el hostigamiento de los otros presos y de la misma policía. Así y todo, cuando volvieron a verlo luego de la incomunicación, su cuerpo tenía varios hematomas.
"Espero que la próxima vez que vea a mi hijo no esté golpeado", se quejó con resignación el papá ante el oficial de turno. "Quédese tranquilo, el problema ya está solucionado", le respondió cortesmente el oficial de uniforme azul. El hombre buscó asesoramiento legal con un abogado penalista para defendiera a su hijo y también para que lo contuviera o aconsejara sobre los constantes "entregas" de dinero en la taquería. "Eso ocurre siempre y en todos lados. El que tiene dinero accede a ciertos beneficios", opinó muy suelto de cuerpo el letrado, que habría pedido en concepto de honorarios más de 2.000 pesos para "empezar a mover el expediente". Aunque enseguida aconsejó a su cliente: "Deje de pagarle a la policía, porque si usted sigue poniendo lo van a fundir".
A todo esto, en la casa del detenido su madre no podía recuperarse de la depresión y debía ser acompañada permanentemente por temor a que cometiera una locura. Los hermanos menores también sufrieron lo suyo. El más chico se fue a pasar unos días a la casa de unos amigos para que se descomprimiera de tanta presión. La otra hermana quedó a cargo del negocio y prácticamente se tuvo que cargar la familia al hombro.