Comentando la perplejidad que entre los lectores ingleses de John Keats ha despertado la séptima estrofa de "Ode to a Nigthtingale", Borges alude a cierto platonismo que allí se habría insinuado y que, según nos dice, sería extraño a la mente británica: siempre nominalista y siempre meticulosa guardiana de los derechos, y la realidad, de los individuos por sobre el despotismo, y la ilusión, de los universales. En esos versos Keats contrasta su propia mortalidad con la supuesta inmortalidad del pájaro cuyo canto escucha en esa noche fugaz (passing night); y, acentuando el contraste, se permite decir que esa misma voz fue la que, en la antigüedad, oyeron un emperador y su bufón (emperor and clown) y que quizá fue también ese canto el que, en Israel, conmovió alguna vez a Ruth, la moabita, haciéndole derramar lágrimas de nostalgias por su tierra.
Los comentaristas ingleses, y aun norteamericanos, nos ilustra Borges, apuntan una falacia en los versos de Keats; y la misma consistiría en el hecho de contrastar su propia mortalidad individual, personal, con una inmortalidad que no es la del pájaro concreto, que esa noche canta entre los árboles pero mañana puede ser devorado por un gato, sino la inmortalidad de la especie. Un típico error categorial que podría significar una reprobación en el examen menos riguroso de filosofía y que algunos disculpan como un efecto de la intensidad del sentimiento que motivó el poema, que otros aceptan como una simple licencia poética, y que otros llegan a denunciar como una deplorable falla estética.
Borges, en cambio, en lugar de denunciar un error lógico, prefiere sostener que, a pesar de su alma inglesa, y siendo tal vez incapaz de definir la palabra arquetipo, en esa estrofa Keats adivina, "en el oscuro ruiseñor de una noche", al ruiseñor platónico. Vagamente, el poeta habría entendido que ese pájaro concreto sólo era un ruiseñor en la medida en que, de algún modo, era también el ruiseñor ideal: "El individuo es de algún modo la especie, y el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth"; siendo precisamente esa subordinación de lo individual a lo genérico lo que habría hecho que "en Inglaterra no sea comprendida rectamente la «Oda a un ruiseñor»".
Es claro, sin embargo, que en la perspectiva de Borges esa incomprensión es más un atributo que una miseria del alma inglesa: "El inglés rechaza lo genérico porque siente que lo individual es irreductible, inasimilable e impar. Un escrúpulo ético, no una incapacidad especulativa, le impide traficar en abstracciones, como los alemanes". El ensayo de Borges, en definitiva, es más un encomio de ese escrúpulo británico que una justificación de los versos de Keats. Pero, he aquí una dificultad que nos parece que no debemos pasar por alto: ese encomio acaba teniendo un costo que tal vez el propio Borges no hubiese querido asumir. Me refiero al hecho de negar a Keats esa virtud nominalista que se está queriendo vindicar. Borges parece sospechar en el autor de "Ode to a Nightingale" una cierta facilidad o propensión para traficar con abstracciones. Existiría, sin embargo, una segunda lectura del poema que podría salvarnos de esa dificultad.
Keats, propongo, no estaba intuyendo el ruiseñor arquetípico, el ruiseñor platónico; sino el ruiseñor especie en el sentido darviniano de la expresión. Es decir: la especie entendida no como un universal, real o ideal; sino la especie entendida como una entidad individual y concreta: un linaje de poblaciones ancestro dependientes histórica y geográficamente situado. Esa entidad, aun permaneciendo más allá de la duración de cada uno los organismos que en diferentes momentos de su devenir la compongan, también tiene una historia: un día ella surgió como efecto de la escisión de una especie preexistente y otro día ella podrá extinguirse o culminar en un nuevo proceso de especiación.
Bajo este punto de vista, la expresión ruiseñor no es ni un rótulo conveniente para un conjunto de organismos que, conforme algún criterio arbitrariamente elegido, consideramos semejantes; ni es tampoco el nombre de un arquetipo: es la designación que damos a un conjunto efectivo de organismos que guardan determinadas y reales relaciones biológicas entre ellos; es decir, comparten un mismo ancestro y no están aislados reproductivamente, aunque tal vez sí geográficamente, entre ellos. No decimos, por eso, que los ruiseñores individuales meramente pertenecen a la clase "ruiseñor"; decimos, mejor, que los ruiseñores individuales integran, componen, la especie ruiseñor de modo análogo a como decimos que un grupo islas componen un archipiélago.
La transformación de un tesoro
La palabra especie, en la gramática darvinista, es un sustantivo colectivo como muchedumbre, manada o harem; y palabras como león o ruiseñor son nombres propios que designan casos, ejemplos concretos, de tales colectivos. Así como la palabra Malvinas designa un determinado archipiélago. Darwin, inglés en definitiva, transformó uno de los tesoros más cuidados del platonismo, las especies biológicas, en individuos.
Y es desde esa perspectiva que se puede, y debe, decir que la voz que se escuchó esa noche de inicios del siglo XIX es la misma que podríamos escuchar hoy y es la misma, aunque con ciertas variaciones, que ya antes Ruth había escuchado en tiempos bíblicos: se trata del canto del ruiseñor; es decir: se trata de una estructura o pauta comportamental que reconocemos cómo propia de una determinada especie sin que ello implique o exija cualquier referencia a un arquetipo. Podemos decir el canto del ruiseñor (así, en singular) como decimos la flor del irupé, el pulgar del panda o el veneno de la yarará sin que eso implique traficar con arquetipos. Se trata, en todos los casos, de estructuras adaptativas que han surgido cómo respuestas a las presiones selectivas que, en tanto que tales, actuaron sobre las especies y no sobre los organismos individuales. Decir que se escucha el canto del ruiseñor no es simplemente decir que se escucha el canto de un ruiseñor; es afirmar que se reconoce en ese canto una característica comportamental propia de una especie y que no se la confunde con una característica semejante de otra especie de pájaro. Borges finalmente tiene razón: el canto del ruiseñor es diferente del canto de la calandria.
Se podría objetar, sin embargo, que todo esto es puerilmente rebuscado, que es un anacronismo apelar al darwinismo para interpretar un poema de Keats. Sin embargo, esta reflexión sobre el comentario de Borges a Keats puede servirnos para mostrar que el darwinismo ha legitimado un modo usual de aludir a las especies biológicas que ciertos pudores nominalistas habían llevado a considerar como simples modos de hablar cuyo abuso podía llevarnos a confusiones metafísicas. Hoy sabemos que se puede hablar del ruiseñor y de su canto considerando a ambas cosas como entidades que, sin ser eternas, pueden perdurar más allá de lo que pueden perdurar los pájaros y los seres humanos individuales.
Las especies y sus atributos son habitantes de este mundo material que, como un archipiélago y sus islas, pueden ser percibidas por personas cuyas existencias están separadas por siglos: Keats, Ruth, el emperador y algún ornitólogo actual, por ejemplo. El darwinismo nos trae, por lo menos, un consuelo: el gorrión que cantaba en las mañanas de nuestra infancia seguirá cantando, su voz se seguirá oyendo entre las ramas de los plátanos, cuando nosotros ya estemos muertos.
(*) Profesor de filosofía de la Universidad \