PAOLA IRURTIA
La Capital
Jorge di Sanctis, artista plástico y médico de Tribunales, Roberto Mandingorra, docente de una escuela media, y Raúl Cardozo, albañil y changarín, tienen algo en común: fueron acusados y estuvieron presos por delitos que no cometieron. Las peripecias a que quedaron expuestos por los erráticos mecanismos con los que funcionan la policía y la justicia local no han concluido. Sólo di Sanctis cuenta actualmente con el sobreseimiento, ya que los otros dos hombres, si bien recuperaron su libertad, formalmente aún están ligados a causas judiciales.
Di Sanctis fue acusado por abuso sexual y robo durante las vidriosas investigaciones sobre el "violador del centro"; permaneció detenido durante seis días que aún le anudan la garganta. El mismo caso fijó la referencia cercana más fuerte entre los casos de procesamiento de personas inocentes: Leandro Riboldi pasó 14 meses preso y recibió una condena de 8 años de prisión hasta que el médico Néstor Fica se adjudicó y confesó detalladamente esos delitos.
Segunda generación de una familia que impulsó la creación del Monumento a la Bandera y donó colecciones de armas al museo Julio Marc, di Sanctis compartió la misma sensación de incredulidad que los otros hombres cuando una media docena de policías le anunció ante su esposa que estaba acusado de robo y abuso sexual.
"Sí, seguro que soy el violador del centro: el sátiro de la terraza", recuerda que bromearon juntos él y su esposa, levantándose a carcajadas de la mesa del living en la que estaba sentado el comisario principal Carlos Cavallero, quien les dio la noticia. "Algo de eso hay", fue la respuesta del policía.
Los recuerdos del primer día que pasó detenido se mantienen nítidos. Una vez cada hora escuchó las mismas palabras: "Vení flaco, vamos a hablar un poco", y después la recomendación de que se hiciera cargo de los delitos por los que lo acusaban. La conversación incluía una larga lista de cuestionamientos sobre su sexualidad de un tenor tan ordinario "que no había considerado desde que era adolescente y jugaba a quién orinaba más lejos".
Di Sanctis está convencido que la policía no realizó una investigación antes de detenerlo y que en la práctica no se respeta la presunción de inocencia. El entonces titular de la seccional 2ª consideró sospechosos los libros de arte del médico, cuya esposa fue además indagada sobre el comportamiento sexual de la pareja.
Tres años después, siente que nunca volvió a ser la misma persona. Pasó una profunda crisis de angustia que afectó su vida social y su actividad artística, a pesar de que recibió el apoyo de su familia y sus colegas. Muchas de las ideas que le disparó esa experiencia quedaron plasmadas en una muestra que realizó al año siguiente, "Libertad condicionada", donde planteó la criminalización de las diferencias.
Falta de inteligencia
Roberto Mandingorra fue a su oculista el día siguiente al robo del camión de Prosegur en el Banco Bersa de Corrientes al 300. El custodio del blindado lo encontró parecido al hombre que lo había asaltado la mañana anterior. Pero eso el maestro lo supo dentro de la comisaría. A la medianoche una brigada policial irrumpió en su casa y lo llevó detenido.
Dos hechos dan cuenta del trastorno que le provocó al docente de 54 años haber permanecido ocho días privado de libertad más allá de su aparente tranquilidad: la pérdida de 5 kilos de peso y la preocupación por no decir nada que pueda complicar el trabajo de sus abogados.
Mandingorra se refiere a lo que ocurrió como un equívoco e insiste en que "no lo llamaría una injusticia porque todo fue hecho legalmente". Para explicarlo, o quizá para asimilarlo mejor, recuerda una larga lista de películas que cuentan historias de errores similares. Aunque no cuestiona la investigación que lo mantuvo privado de libertad y le inició un prontuario sostiene que la Justicia podría actuar de otra manera, "con delicadeza".
"Me señalaron en el oculista, estaba claro que no me estaba escondiendo de nada. Si querían indagarme me podrían haber citado", explica el hombre. Su testimonio fue avalado por el personal de la escuela donde trabaja y que aseguró que el día del robo el hombre estaba enseñando electricidad del automóvil a sus alumnos, como lo hace desde hace casi 30 años. "La policía no había investigado nada. Se enteraban de las cosas mientras se las iba diciendo", cuenta. "No hay inteligencia", concluye.
"Estaba más preocupado por los que estaban afuera -dice Mandingorra, en alusión a su hija de 18 años y su pareja-. Yo me adapto a cualquier situación, aunque creo que nunca podría adaptarme a vivir en una cárcel", reflexiona el hombre.
Roberto estuvo incomunicado cuatro días, hasta dar su testimonio, y no pudo hablar con nadie de su familia hasta seis días después. Es que el primer día "de visita", su esposa fue vestida con pantalones, y sólo le permitieron entrar el próximo día de ingreso de familiares, cuando llevó falda. Nadie la había explicado ese requisito.
"Vos fuiste"
El albañil Raúl Cardozo fue acusado por el homicidio de una pareja de ancianos. Había hecho trabajos en la vivienda del matrimonio, con los que compartió desayunos y almuerzos en la misma mesa. Se consideraba amigo del hijo de los ancianos, con quien había hecho trabajos y cursos de especialización. Lo detuvieron a las pocas horas del brutal homicidio del que se enteró por la policía, pasada la medianoche, cuando estaba descansando junto a su esposa y los cinco hijos de la pareja. No podía creer que sospecharan de él.
"Vos fuiste", escuchó que le decía un policía alto, de bigotes y lentes, que le dio un cachetazo en el oído izquierdo mientras estaba sentado en el suelo, sin su remera, contra la pared de la comisaría 2ª una noche tan gélida como las que siguieron. Sintió una patada que le presionó el estómago y, cuando quiso levantarse, otras en sus piernas. Después no le pegaron más, pero las acusaciones continuaron hasta la mañana y el miedo a los golpes no lo abandonó más.
Los primeros días fueron un calvario. "Me llamaban a cada rato. Me decían que los había matado, que confesara". En las conversaciones la policía le decía que sus huellas estaban en todas partes, en las paredes de la casa, en herramientas. Y que su familia entera está detenida, excepto su hijo más chico. "Me decían que había quedado solo en la casa, llorando. Que no tenía nadie que lo cuidara. Yo pensaba en una vecina que es amiga para quedarme más tranquilo", cuenta el hombre alto, delgado, luchador. También atacaban a su esposa. "La morocha está buena, ¿te mete los cuernos?", le decían. Tanta humillación y dolor lo hizo pensar en quitarse la vida. Calculó la distancia al techo, le resistencia de la ropa, pero la llegada de otros detenidos lo alejó de la idea.
Los últimos tres días que había pasado en su casa no tenía dinero ni comida ni trabajo. Los que había pasado detenido tampoco le habían dado alimentos. Un día descubrió el estómago pegado a sus costillas y pidió comida. Un policía le llevó un sandwich y una gaseosa, pero tampoco pudo comerlos. "Pensé que era una trampa. Que después me iban a volver a pegar y me iba a hacer peor", recuerda.
Pasó ocho días en un lugar al que llamaban "cocina", un espacio lleno de orín que secó con papel higiénico una mañana junto a otros hombres también detenidos. "Tenía una manta y un pullover. Me los ponía abajo del cuerpo, pero la mugre me mojaba igual" recuerda.
Cuando empezó a recibir alimentos intentaba dejar una parte para otra comida. Pero la mayoría de las veces lo compartía con otros que entraban transitoriamente, casi todos menores. Vio cómo golpeaban a varios de esos chicos. Sólo denunció la golpiza que recibió él al llegar, después de recuperar la libertad. Pero el forense no reconoció los golpes y le reprochó que no se lo hubiera denunciado cuando acompañado por dos agentes llegó al consultorio antes de recuperar la libertad.