La presentación del libro "Nuestra Santa Madre", de la periodista Olga Wornat, conteniendo un capítulo dedicado a la Iglesia santafesina en el que hace revelaciones acerca de supuestos casos de abuso sexual por parte del arzobispo monseñor Edgardo Gabriel Storni, ha conmocionado a la opinión pública no sólo local sino también nacional. Por los alcances de esas expresiones, La Capital tuvo acceso a ese texto, del cual ofrecemos un extracto. Era de noche. Lo llamaron al dormitorio principal. El chico fue creyendo que debía cumplir alguna de sus obligaciones diarias de ceremonial. Entró a la habitación sólo alumbrada por dos veladores de bronce y una extraña sensación de intimidad le inundó el cuerpo y lo incomodó. Trató de no pensar y obedeció las directivas de su superior. Lo ayudó a desvestirse. Lo hizo con pudor pero creyendo que era algo normal en el seminario y que se tenía que acostumbrar a las normas de ese lugar al que había llegado hacía tres días. Tembloroso frente al cuerpo sexagenario, le sacó prenda por prenda... Cuando terminó, vio caer el cuerpo flácido del arzobispo sobre la cama, con su desnudez sólo cubierta con una toalla. El chico creyó que ya había cumplido con su tarea y se disponía a retirarse, pero se equivocó. Echado en el lecho de dos plazas con respaldo de bronce, monseñor lo llamó insinuante y le pidió que lo masajeara. Cada vez más nervioso, pero movido por el miedo y el respeto que le infundía la figura, el seminarista apoyó sus manos sobre la piel pálida, rosada y fofa, y comenzó a friccionarlo. A los masajes siguió la desnudez completa y el pedido de que se acostara al lado, y que lo acariciara en todo el cuerpo, pero sobre todo, en los genitales. -Esto no es pecado hijo, yo soy monseñor Storni, un padre para todos ustedes, los seminaristas. Nuestro amor tenemos que compartirlo. Dios ve bien esta muestra de amor entre dos hombres, entre un padre y su hijo. El nos apoya desde el Cielo. Con una mueca indescifrable de dolor, vergüenza y asco, un ex seminarista de Santa Fe me relató así la experiencia que le confesara aquel chico salido de la zona rural. Desde ese momento, la fuente se convirtió en oído elegido por aquel muchacho, y luego por tantos otros, para vomitar el dolor y la confusión de esas relaciones "incestuosas" y abusivas en las que se involucraron, seducidos o empujados, por el religioso más importante de la Arquidiócesis de Santa Fe, de los últimos 17 años. Cuando ingresé al seminario, mi tía, que es artista plástica, la oveja negra de la familia, me advirtió unos días antes de irme: "Cuidate del rosadito". Y pensar que yo lo tomé en broma", cuenta quien fue paño de lágrimas de sus compañeros más débiles y vulnerables, blancos predilectos del obispo. "El rosadito", ése es el apodo del arzobispo de la ciudad, monseñor Edgardo Gabriel Storni. Lo llaman así por su semblante saludable, de mejillas redondeadas y rojizas, dignas de sus orígenes italianos. Lo que no es tan digno es el comentario que hace la calle acerca de sus conocidas andanzas sexuales con seminaristas y sacerdotes de su entorno, y su escandalosa fama de exhibicionista, tema que ha trascendido el ámbito local y llegado, no sólo al Episcopado, sino también al Vaticano, sin que hasta ahora hayan tenido solución. Después de enterarme lo de ese chico, me fui dando cuenta de que con otros pasaba lo mismo. No eran pocos. Me asqueó. Yo había escuchado comentarios, como todos los de la ciudad, sobre cierta inclinación homosexual del obispo y de su círculo íntimo de sacerdotes, pero nunca pensé que monseñor Storni fuera tan abusador. Tampoco imaginé que quienes conducían el seminario, de donde se suponía tenían que salir jóvenes sacerdotes espiritualmente fortalecidos, fueran tan promiscuos y manipuladores. Muchas veces vi que el arzobispo llamaba a su dormitorio a algún seminarista, -siempre buscaba a aquellos que tenían problemas afectivos con sus padres o eran huérfanos- estaba desnudo y les pedía que lo vistieran. Y el pobre chico asustado lo hacía, mientras él se exhibía desnudo en la habitación. Después venían las presiones para tener sexo y los abusos concretos. Los detalles de todo lo que mis compañeros me contaban eran escalofriantes. Había chicos que llegaban al seminario a los 17 años, desde el interior de la provincia, con muy poca o ninguna experiencia sexual. Que a ellos el arzobispo los sedujera, les dijera que era su "padre" y que tener relaciones sexuales con él no era pecado, los confundía muchísimo. Después, algunos de esos chicos tenían mejor situación, el arzobispo les prometía una buena parroquia cuando terminaran el seminario, los compraba a cambio de sexo. Yo nunca condené las acciones personales, no me preocupó ni me preocupa la homosexualidad manifiesta de la cúpula de la curia de mi provincia, lo que me parece aberrante es el abuso de poder y la manipulación de las conciencias. No es difícil entender, después de haberlo oído, el gran dolor y la profunda bronca que siente frente a la impunidad del poder que desde 1984 gobierna la Iglesia de Santa Fe y que, parece, se perpetuará a pesar de las gravísimas denuncias y procesos realizados, por orden del Vaticano. El arzobispo es un hombre muy poderoso en la estructura religiosa y política de la zona. Su vida dista mucho de las enseñanzas del Evangelio y estas actitudes, conocidas hasta el hartazgo (...) han alejado a muchos fieles de la Iglesia. Si bien es muy pulcro, monseñor Storni come con gula. La prueba del quinto pecado capital son sus servilletas. En un perchero del comedor del seminario, cuelgan, cada una con su número, las servilletas que corresponden a cada uno de los seminaristas, pero la del arzobispo se distingue a distancia por su dimensión y su especial diseño. Se trata de un enorme babero de toalla con un cuello elastizado y que algún seminarista lo ayuda a colocárselo por encima de la cabeza, muy religiosamente y una vez que ha concluido la plegaria, antes de cada comida. El babero -en realidad tiene dos- es lavado después de cada ingesta porque termina tan manchado como el de un niño. Es que el arzobispo come con toda la desinhibición y la ansiedad de un bebé, o si se quiere, con la libertad y la gula de Enrique VIII. La habitación del arzobispo tiene pocos muebles: una amplia cama con respaldo de bronce y detalles en el mismo material, dos pequeñas mesitas de luz de mármol, con veladores de bronce, y un ropero antiguo, sin un estilo definido, de madera oscura. Allí cuelga sus sotanas y sus casullas personales (lazos que se colocan en los hombros o en la cintura). Sus preferidas son las que él llama "romanas", porque las trajo de esa ciudad. Allí también reposan los roquetes, sus camisas y pantalones negros, sobrios e impecables, que utiliza en su actividad no ceremonial. Previa consulta al arzobispo, el maestro de liturgia es el encargado de indicarle al seminarista que hace las veces de mucamo, que coloque prolijamente sobre el lecho episcopal las prendas que el arzobispo usará una vez que haya terminado su baño de espumas. El caso de la Iglesia de Santa Fe es el más paradigmático -en Argentina- en la problemática de la homosexualidad y la desviación hacia los abusos, y tendría en monseñor Storni al modelo a emular por parte de muchos discípulos, de su séquito y de ex seminaristas. Un prestigioso sacerdote de la vieja escuela, que prefiere callar su nombre, vivió un momento muy violento con respecto a este tema: "Un verano me invitaron a pasar unos días a la casa de la Curia, en Calamuchita(...) Pero un día, en los pasillos de la casa, me crucé con uno de los chicos de 18 años que corría desencajado, llorando. Lo seguí, lo llevé a un lugar privado y le pregunté qué le pasaba. Sólo repetía como un autómata: "Yo lo mato a ese degenerado, lo mato, antes de que me vuelva a poner un dedo encima, le juro padre que lo mato". Ese joven, hijo de uno de los jueces más renombrados de San Fe, cursaba el segundo año de seminario y conocía a Storni desde que era adolescente, porque el arzobispo visitaba su casa familiar. Seguramente, deseaba al hijo de ese juez desde su pubertad, pero pocas veces lo había tenido en esa indefensión, en ese clima de jolgorio juvenil y a distancia de la ciudad, como esa tarde de enero de 1992, en la que se le tiró encima, intentó besarlo y le manoseó los genitales. El seminarista reaccionó con asco y violencia frente al arrebato de locura del purpurado, lo empujó, le dio un puñetazo en el estómago y salió corriendo, temblando de la furia.
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