Ya era tarde cuando, confundido y sobresaltado, el patriciado santafesino despertó de su siesta y clamó a grito pelado contra lo que consideraba una mutilación y un despojo. Académicos, funcionarios y leguleyos chocaban en los pasillos de la UNL, en los despachos de la Casa de Gobierno y en las venerables galerías del Colegio de la Inmaculada. Los teléfonos ardían. Se dice que hubo febriles reuniones en el Club del Orden y en la Bolsa de Comercio. Las "fuerzas vivas" echaban espuma por la boca: ¿qué era eso de que Rosario tuviera su universidad? No habría marcha atrás. Las reuniones se espaciaron, los teléfonos sonaron cada vez menos, los conciliábulos desfallecieron en el letargo de la resignación y, una tarde, en la Bolsa de Comercio, un trémulo vecino de la ciudad de Juan de Garay soltó su responso: "Pido, señores, un minuto de silencio por el «alma mater» difunta". Se refería a la supuesta muerte de la Universidad Nacional del Litoral pero lamentaba, en realidad, el fin de la hegemonía capitalina sobre la educación superior en la provincia.
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