Jorge Benazar
Quietos en la playa como palos muertos, los yacarés ni se mosqueaban con la sorda vibración de las hélices que mordían el agua ni con la suave marejada que se escurría en la arena. El rumor de la máquina arrastraba esas luces lentas que ya se perderían hacia el norte. Bajo la luna grande y amarilla, alguna sombra furtiva de jaguar. Tabiques y pisos de roble; pulidos bronces navales. Las mesas del comedor de primera rodeaban la pista en herradura. Al fondo, engominados y corteses, los músicos y el cantor, los cinco en sacos blancos de hilo. Por los ventanales abiertos la brisa del este deshilachaba foxtrots y boleros en la noche del río. Boleros, tangos y foxtrots para hembras de espaldas desnudas y tacones altos; Bésame mucho para que bailaran los recién casados, Pasional para mercaderes barrigudos y funcionarios taciturnos que viajaban hacia el norte por el río en medio del verano y de la noche. Abajo, en segunda, sobre loza ordinaria y entre humaredas de tabaco negro, administrativos de obrajes y de estancias, viajantes, muchachas con pasaje de ida hacia algún quilombo en quién sabe qué perdido pueblo de Misiones, bancarios con traslado y maestras incipientes comían su cena de segunda. Calor, mucho calor; guitarra y acordiona. El piso caliente, duro y trajinado de la segunda clase repetía el pulso de hierro de la máquina que golpeaba más abajo donde, a sesenta grados de temperatura, sin foxtrots ni boleros, hombres en cueros silbaban tangos mientras aceitaban cojinetes y mimaban a cada uno de los mil doscientos caballos que, entropillados en dos motores diesel, arreaban hacia el norte al Iguazú frente a la costa correntina en medio del verano y la noche. Desde el puerto de Rosario, ochocientos kilómetros y tres días atrás, en el verano de 1954, el barco procedente de Buenos Aires había zarpado en viaje a las cataratas. Mandaba Juan Perón y el Iguazú era, desde 1949, propiedad de la Flota Fluvial del Estado. En servicio desde 1927, la motonave se había cruzado muchas veces con el Guayrá y con los vapores de ruedas laterales Ituzaingó y España (construido éste en 1910 en un astillero porteño de La Boca), o con el Iberá Correntino, barco con una sola rueda a popa, baños completos, luz eléctrica y salón con piano, que había navegado desde Gran Bretaña hasta el Paraná en 1891. Justo José de Urquiza había dispuesto en 1859 que Rosario fuera el puerto de la Confederación Argentina. Desde mucho antes, centenares de patrones independientes y numerosas empresas navieras cumplieron servicios alternativos o regulares de transporte de pasajeros y de cargas entre el Río de la Plata, Asunción y el Alto Paraná con escalas locales. En 1902, los rosarinos podían abordar vapores de la británica Platense Flotilla Company para viajar a Buenos Aires, Santa Fe, Paraná, Resistencia, Corrientes y Asunción. Pero los Mihanovich (croatas) y los Dodero (genoveses y marselleses) vieron claramente el negocio del río y se quedaron con él hasta que el peronismo estatizó los transportes en 1949. A comienzos del siglo XX las demandas de las economías regionales del nordeste argentino aceleraron las inversiones en las actividades navieras. Había que sacar maderas, cueros, algodón, yerba, frutas y transportar inmigrantes. Con los vapores Asunción y Corumbá, la empresa Mihanovich lanzó en 1906 un servicio regular con zarpadas quincenales entre Buenos Aires, la capital paraguaya y los puertos principales del Paraná, y en 1908 aumentó la frecuencia, aún con las bajantes que entorpecían la navegación en pasos peligrosos como los de Apipé y Carayá. Ahí tallaban -todavía tallan algunos- los pilotos del Paraná, gauchos que se saben de memoria un río que no tiene memoria, baqueanos en ver lo que el agua no muestra, el recodo de curvas taimadas, la roca que puede partir el casco o desbaratar la pala del timón. El río estaba vivo, lleno de plantas, de animales y de gente. Barcazas y patachos, velas del color de la arena, chimeneas y banderas, boyas y balizas, selvas taladas que los jangaderos bajaban a la deriva hasta los aserraderos de Rosario. El 25 de mayo de 1924 se inauguró el primer hotel de turismo en las cataratas del Iguazú, con cincuenta habitaciones y salones de gran lujo. El barco Corumbá, de la empresa Mihanovich, realizó el primer viaje con cien pasajeros en primera clase. En 1930, la misma firma ancló en Puerto Iguazú, como hotel flotante, al vapor de ruedas Venus, un gigante del Paraná: 252 huéspedes en primera, 82 en segunda, 92 metros de eslora, 20 de manga y 3,70 de puntal. El golpe de Estado de 1955 marcó el comienzo del fin de la edad de oro para los barcos del río. Los trenes, ómnibus y aviones ganaron la partida en los 60, aunque -con frecuencias mínimas- hasta finales de la década de 1970 hubo servicios regulares con escala en la Estación Fluvial de Rosario. De a poco fue menos la gente que, contra la velocidad de los transportes terrestres y aéreos, prefería viajar en esa lenta, melancólica armonía del barco con el río, ya casi despoblado de carpinchos y bandadas. No más maderas nobles y bronces pulidos; no más ese olor a barco, esa memoria de aceites, pinturas, resinas y metales calientes; no más viajes en medio del verano y de la noche. Amarrados hasta nunca en muelles inciertos, los viejos barcos ruinosos fueron al desguace. Tal vez nadie registre hoy el día ni la hora en que se oyó en Rosario la última sirena de la última zarpada.
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